El amor en tiempos del Titicaca

COPACABANA, BOLIVIA. Hasta ahora, el único problema que le he encontrado al lago Titicaca es que peruanos y bolivianos no consiguen pone...

COPACABANA, BOLIVIA. Hasta ahora, el único problema que le he encontrado al lago Titicaca es que peruanos y bolivianos no consiguen ponerse de acuerdo en quién se queda con el ‘titi’ y quién con la ‘caca’. Por lo demás, este gigantesco lago, que según la leyenda es un pedazo de mar que quedó atrapado con la formación de la cordillera de Los Andes, posee un embrujo que hace que el viajero se termine enamorando perdida e inevitablemente de él.

Nuestro primer encuentro fue agridulce. Mi inicial deslumbramiento al verlo por primera vez se vio frenado por el caos que acontecía en Tiquina, un estrecho por el que personas y medios de transporte deben cruzar el lago para llegar, 45 minutos después, a Copacabana, trampolín hacia las hermosas islas del Sol y la Luna.

Resulta que el fuerte viento impedía la salida de los ferrys y botes que transportarían –respectivamente— a buses y pasajeros al otro lado. Como era de esperarse, nadie sabía lo que estaba pasando. Los bolivianos cruzarían gratis con los buses mientras que los extranjeros —a los que la única información que se les proporcionó fue un ‘tienen que bajarse del bus’— cruzarían aparte y pagando.

Delante del pequeño puerto donde estaban las lanchas que transportarían a los pasajeros, dos largas filas serpenteaban varios metros hacia atrás. Pero sólo la segunda era de gente que iba a abordar los botes; la primera era para comprar el boleto para montarse al bote, transacción que se llevaba a cabo en una ventanilla a escasos dos metros de las lanchas. Bolivia volvía a rizar el rizo.

El por qué a nadie se le ocurrió que se podía comprar el boleto y abordar el bote haciendo la misma fila es un secreto que, junto con la legendaria ciudad perdida, probablemente yace enterrado en el fondo del lago.

CRUZANDO EL TITICACA

Cruzar el Titicaca en Tiquina fue una experiencia terrorífica. El viento, que aún no se ha calmado del todo, hace que la lancha se bambolee de manera dramática. Más de dos veces estuve seguro de que nos íbamos al agua. Alrededor, el panorama es irreal: las aguas están repletas de ferrys con buses y carros, todos bailando en las olas, todos en un caos delicioso y perfecto.

Al llegar al otro lado, las sonrisas se desvanecen. El despelote es total, cientos de pasajeros recorren las calles de Tiquina sin una idea de dónde se encuentra su bus, ni cuándo cruzará. ‘Los pasajeros del bus de las nueve de la mañana’, grita un tipo desde la puerta de un bus, provocando un efecto similar a lo que sucede cuando se agita un avispero.

La falta de organización raya en lo sublime, y sería graciosa si olvidáramos por un momento que nuestro bus salió a las 11 de la mañana, y todavía estamos a decenas de kilómetros de Copacabana. Con todo, la espera no sería tan agobiante si no fuera por el polvo que lo cubre todo y se te mete en los ojos. Como si de una señal se tratase, a las 5:00 p.m llega nuestro bus. Cuando el chófer grita ‘¡pasajeros del bus cinco!’ ya prácticamente todos estamos dentro. La alegría se sentía.

COPACABANA

Minutos después, el Titicaca y yo hicimos las paces. Tres cuartos de hora de sobrecogedores paisajes lograron que, al llegar a Copacabana, mis penas –y seguramente las de todos los pasajeros— hubieran sido enterradas en el olvido. Copacabana, por cierto, es un pueblo alegre y, en su contexto, con mucha vida. Al bajar del autobús, sientes que estás en un lugar importante. Grupos de turistas recorriendo las calles, infinidad de tiendas de artesanías, restaurantes, hostales e internet cafés corroboran la primera impresión.

Después de conseguir alojamiento, nos dirigimos a organizar nuestro itinerario para los próximos días. Me acompañan Jennifer y Lucille, dos jóvenes francesas con las que viajaré a la mañana siguiente a la Isla del Sol y con las que, un día después, cruzaré la frontera peruana para ir a Puno y finalmente al Cuzco.

Al día siguiente, sábado, la cosa comenzó mal. Nuevamente el fuerte viento nos impidió salir en lancha hacia la Isla. Pero, por toda su desorganización, Bolivia es un país en donde la palabra ‘imposible’ no existe. Minutos después teníamos un bus listo para llevarnos, previo pago ‘extra’, a Yampupata, una lengua de tierra desde donde el cruce a la parte norte de la Isla del Sol sería mucho más corto y fácil.

HACIA LA ISLA DEL SOL

Tristemente, el destino decidió regalarnos uno de los cuatro días anuales de mal tiempo en la isla. El gélido viento te penetraba hasta los huesos y la lluvia iba y venía. Por si fuera poco, la Isla del Sol nos ofrecía un espectáculo un poco desconcertante. Al habitual contraste entre turistas y locales, se sumaba la presencia de una cantidad enorme de jóvenes que viajaron a la isla para ir al festival de música.

La nula presencia de autoridad en esta cara de la isla la convierte en un lugar perfecto para fiestas y, cómo no, para el uso libre de drogas. Observar a estos muchachos bailando de manera extraña en la playa ante la mirada enigmática de los lugareños resulta en una escena reveladora: imposible no pensar en el contraste económico, educativo y hasta racial entre los dos grupos.

Menos de un kilómetro en dirección opuesta a la fiesta, la pobreza de los pobladores de esta isla poco entiende de DJ y drogas sintéticas. Sus habitantes viven en casas poco protegidas del clima, en donde el agua corriente y la luz eléctrica son bienes preciados y escasos. La mayoría posee vacas, y las montañas de excrementos que estos animales producen a menudo se apilan a escasos centímetros de las casas y de donde los niños juegan.

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