Chapala: cambiando vidas

Actualizado
  • 15/10/2011 02:00
Creado
  • 15/10/2011 02:00
PANAMÁ. Su buena fama es bien conocida en la comunidad. La confirma un señor de unos cincuenta años, taxista, a quien le pido que me lle...

PANAMÁ. Su buena fama es bien conocida en la comunidad. La confirma un señor de unos cincuenta años, taxista, a quien le pido que me lleve a la escuela de Chapala en el distrito de Arraiján, en las afueras de la capital.

¿Allá arriba?, pregunta. Y se adentra por una carretera de concreto que a ambos lados tiene vallas donde se publicitan casas por las que se pagarán mensualidades mínimas de 900 dólares. En ese punto, también se escuchan los corazones de hierro de las grúas y los camiones de la construcción del primer mall de la zona. El progreso rodea a Chapala.

Dice que conoció a un muchacho que estuvo en la escuela de Chapala que ahora es un hombre de bien, que usa saco y corbata y que le construyó la casa a la mamá, dice que lo conoció cuando eran vecinos del barrio de La Chorrera y que la madre ya no sabía qué hacer con el joven, que andaba en malos pasos. Cuando el chico se internó, el taxista se mudó de barrio, lo perdió de vista por años. Se tropezaron hace poco, derramaron lágrimas.

‘Qué sopá padre, too ta cool’, grita el coro de muchachos que al poco descansan en los bancos de la entrada de la dirección.

‘Todo ta cool, muchachos, vayan a cumplir las tareas’ contesta Elvin Latingua, de 46 años, director del centro desde hace ocho, tarea que ha hecho en instituciones de países como Costa Rica, Chile y México.

TAREAS DOMÉSTICAS

Mientras el padre Elvin conversa con los padres de un chico flaco, piel de papel, corte de pelo bajo, jeans pasa pasa, zapatillas Converse y suéter de marca deportiva, recorro las secciones abiertas. El comedor —un salón con 250 puestos— es limpiado con trapeadores por los muchachos. Adelante, en el área de sastrería, tres mujeres que hacen parte de los 30 empleados del lugar arreglan ropa: suéteres y jeans azules que disponen en cubículos enumerados hasta el 182. ‘Cada uno viene por su ropa dos veces a la semana’, explica una que se levanta y deja un pantalón en un tablero parecido a un panal.

‘Los chicos son referidos por el Juzgado de Niñez y Adolescencia en casos de infracciones leves, o cuando han cumplido parte del tiempo en los centros de rehabilitación cerrados’ (donde no pueden salir), explica el padre Elvin. En otras ocasiones la decisión es tomada por los propios padres, que hacen la solicitud, ‘nosotros evaluamos si aceptamos al chiquillo. No podemos atender todas las solicitudes porque estaríamos sobrepoblando al centro y correríamos el riesgo de atenderlos mal. Si fuera por la demanda, tendríamos mil chicos’.

Es sábado. Las galeras de los talleres están cerradas y la mayoría de los chicos se ha regresado a casa. El busito hizo dos viajes y los dejó en la entrada de la carretera Interamericana, al lado de las vallas de casas lujosas. A diferencia de otros centros, los internos pueden ir a su casa el fin de semana. Cuando alguno de ellos se retrasa en el camino, los padres llaman a la congregación de religiosos Terciarios Capuchinos para saber de su muchacho. Mañana domingo en la tarde, el busito los recogerá allí mismo.

En la semana los muchachos ocupan el día así: almuerzo a medio día, 30 minutos libres, volver a las labores a la 1:00 de la tarde; después, según el horario, tomar clases, principalmente de español y matemática; refrigerio a las 4:30 y al final de la tarde, recreación. Cada grupo tiene su cancha de fútbol y junto a los dormitorios hay salones de ping-pong, billar, pesas, piscina y un gimnasio con horarios semanales para que todos tengan la oportunidad de usarlo. Los chicos escuchan radio, hablan por celular o miran la televisión (una hora al día).

LAS HISTORIAS

Jairo es chiterano. Tiene 16 y a los 15 años lo condenaron. Le faltan dos años en el centro. Quiere graduarse de ebanistería y al salir trabajar, pagarse los estudios y ayudar a su mamá. Vive con uno de sus cuatro hermanos y cuando le preguntan por el papá, no contesta. Su caso, asegura, fue producto de ‘problemas sociales; uno ve que en la casa hay maltrato, que no hay plata ni comida y uno busca el dinero en la calle. Hay que hacerlo por necesidad’. Espera que el padre Elvin le entregue la boleta para irse, pero al darle el documento le pregunta cómo le fue en la clase de matemáticas, que recuperaba minutos antes. Por eso perdió el busito de la mañana.

Daniel es colonense, de 16 años. Cuenta que tiene tres hermanos mayores y que su interés en la chapistería nació allí, en el centro. Antes hacía cosas malas por presión del grupo, dice entre frases cortadas, hundiendo la mirada en el suelo. Pero asegura que ha cambiando y ya no hace eso. Quiere matricularse en la escuela nocturna para el bachillerato.

Andrés viene de la provincia de Los Santos. Fue condenado a 18 meses en un centro de menores. Cuando cuenta su historia muestra un recorte de un tabloide donde se publica una noticia de su provincia. Si no estuviera aquí, cuenta, estaría en la foto donde se ven cuatro jóvenes detenidos por unidades de la policía. En el titular se lee: ‘Desmantelan una banda de delincuentes’. Andrés comenta que el problema terminaría si el gobierno abriera más canchas en barrios como El Chorrillo, para que los frenes no tengan la mente ocupada en cosas malas. ‘En la calle la cosa está dura’.

El padre Flemin es el más antiguo en el centro. Cumplió 33 años de trabajo continuo. Llegó de Colombia. Cuando lo asignaron le costó acostumbrarse a Panamá y hasta escribió a su superior solicitando el regreso. Se lo negaron. Hoy, con el cabello blanqueado, una escoba en la mano y un cubo de agua, limpia un tramo de acera junto al grupo de chicos. ‘Para este trabajo hay que tener una vocación, cuando existe se hace con gusto. He visto los logros y triunfos en los muchachos. La satisfacción es mayor cuando me asignaban muchachos en los que no se creía, pensaba que no se sacaría nada de ellos y luego de unos años vuelven a saludarnos con sus hijos y sus esposas’. Jair es uno de ellos.

REPLICAR MODELO

Hace siete años Jair salió de Chapala. Trabaja en el taller de mecánica. Cuando le preguntan por aquellos años en Chapala, contesta que de no haber ingresado estaría en La Joya, el centro penal para adultos que alberga la mayor cantidad de detenidos en Panamá. ‘Me enseñaron a trabajar y terminé la escuela’, comenta. ‘Ahora le puedo decir a mi hijo lo que es bueno y lo que es malo’. Le pregunto su opinión de los centros de menores cerrados donde ocurren evasiones diarias y tragedias que dejan adolescentes muertos, responde que son escuelas para aprender a cometer delitos. ‘Deberían ser como Chapala y así esos muchachos tendrían la oportunidad que tuve yo’, es su respuesta.

Lo que cuenta Jair lo atestigua Tania Roja, trabajadora social de Chapala desde 2006. Antes, trabajó en el Centro de Cumplimiento de Tocumen, donde murieron cinco jóvenes quemados en enero de este año. Sobre el escritorio guarda muchos papeles, registros de las actividades de cada muchacho. Tania, graduada de la Universidad de Panamá, coordina citas en los hospitales de la ciudad y cuando se las dan, acompaña a los chicos, les da seguimiento en las empresas donde realizan las prácticas profesionales que realizan en diciembre, junio y septiembre. Siempre ha trabajado con chicos, comenzó en grupos de la iglesia, luego impartía clases a domicilio hasta que ingresó a Chapala. ‘Los conozco a todos, sé quién necesita más apoyo’.

‘Conocí a un chico que estuvo en el Centro de Cumplimiento acusado de homicidio, hace unos días vino aquí, está terminando la carrera de Derecho. Son los frutos que me motivan a seguir’, comparte Tania mientras continúa guardando los informes de los chicos.

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