El 3 de noviembre de 1903: “la hora de la verdad”

Actualizado
  • 01/11/2015 01:00
Creado
  • 01/11/2015 01:00
El Departamento del Istmo de Panamá deseaba separarse de Colombia apoyando los planes de Manuel A. Guerrero

El día 3 noviembre de 1903, el ambiente en la ciudad de Panamá se sentía tenso. Pocos se atrevían a hablar abiertamente de las maquinaciones que se cocían para separar al Istmo de Colombia, pero todos lo podían oler en el aire.

El doctor Manuel Amador Guerrero, artífice de los planes de separación, había entrado en pánico al conocer que, esa madrugada, había llegado al puerto de Colón el vapor Cartagena, con un batallón de 500 expertos tiradores con órdenes de sofocar cualquier rebelión.

Amador Guerrero y su grupo de conspiradores (entre los que se incluían los administradores del Ferrocarril Interoceánico) idearon a toda velocidad una hábil estratagema para mantener al batallón de tiradores en la ciudad de Colón, permitiendo solo a los siete incautos generales del ejército colombiano, entre ellos el generalísimo Juan B. Tovar, tomar el tren para la ciudad de Panamá esa mañana. Sin embargo, la separación del cuerpo armado no podía ser mantenida por mucho tiempo.

De llegar a la ciudad, el Batallón Tiradores acabaría rápidamente con el movimiento separatista y, seguramente, fusilaría a todos los que habían participado en él.

Ahora todo dependía del máximo líder militar local, el general colombiano Esteban Huertas, a cargo del Batallón Colombia.

REUNIÓN CON AMADOR

Huertas se había reunido con Amador el día 1 de noviembre en el Hotel Central, donde había escuchado los planes separatistas: el movimiento contaba con el apoyo de Estados Unidos, que reconocería rápidamente la nueva república, pero a los panameños correspondía actuar en primer lugar.

‘Tenemos a mucha gente, (incluso un buque de soldados estadounidenses en la bahía de Colón), pero es usted quien puede decidir. Esperamos su respuesta', le expuso el doctor a Huertas.

El general Huertas, a quien correspondía inclinar la balanza entre los dos lados en pugna, tenía mucho cariño a Panamá, a donde había llegado a los 14 años. Conocía en carne propia el abandono en que se mantenía al Departamento del Istmo: Bogotá no había enviado el salario de las tropas de su Batallón Colombia en los últimos siete meses.

Sin embargo, detrás de su apariencia de hombre sencillo, de apenas un metro y medio de estatura, cuyo hablar estaba salpicado de términos como ‘fíjese usted, mi compadrito', se escondía un hombre astuto, que no conocía otra vida que la del ejército, al cual estaba unido desde los ocho años.

No en balde había sido nombrado general a los 26 años. Huertas había luchado en 35 batallas de mar y tierra, entre ellas, algunos de los más cruentos episodios de la Guerra de los Mil Días.

En 1900, en el Sitio de Morro de Tumaco había perdido la mano derecha, por lo que llevaba una de madera, que se asomaba de la manga del uniforme. En otra ocasión, había sobrevivido milagrosamente a una bala en la tetilla derecha, que le había salido por la espalda. Había recibido, además, cinco medallas de oro, todas con la insignia de ‘por su arrojo y valor', que algunos tachaban de temeridad.

El general Huertas era demasiado astuto como para comprometerse abiertamente con un movimiento rebelde. Su respuesta a Amador fue que ‘no se comprometía a nada'.

Sin embargo, al general Domingo Díaz, en quien confiaba plenamente, había reconocido poco después del encuentro con Amador, su inclinación a favorecer a los panameños ‘si las condiciones fuesen favorables'.

¿Puedo contar con el apoyo del pueblo en caso de un movimiento revolucionario?, le había preguntado Huertas a Díaz.

Díaz le respondió que sí, a lo que Huertas contestó a su vez: ‘usted no se preocupe, que yo tengo las armas y quiero mucho a Panamá'.

EL 3 DE NOVIEMBRE

A las diez de la mañana del 3 de noviembre, obligado por los ritos militares, el general Huertas había acudido a la estación del ferrocarril a recibir a los generales, que llegaban solos a la ciudad, tras dejar, ingenuamente, a sus tropas en Colón, con la promesa de que ‘llegarían en el primer tren'.

A las 11:50, de acuerdo con las memorias de Huertas, se presentaría al Cuartel Chiriquí, hoy Las Bóvedas, el mismo generalísimo Tovar, para realizar una inspección.

A las 2 de la tarde, Tovar regresaría con algunos de sus generales, Ramón G. Amaya, José N. Tovar, Joaquín Caicedo Albán, Luis Tovar, Angel Tovar, haciendo muchas preguntas. En esa ocasión, le pidieron que los llevara a ver la flotilla de guerra que se encontraba anclada en la Bahia de Panamá.

Mientras se encontraban en el Paseo de las Bóvedas, todos los generales colombianos y Huertas mirando los buques Bogotá, Padilla y el Chucuito, el general Tovar recibió una carta llevada por un emisario.

Según las memorias de Huertas, Tovar la leyó e inmediatamente la pasó a los demás generales, tras lo cual estos se le quedaron viendo fijamente, en lo que él interpretó como una mirada amenazadora.

Asustado, pero sin dejar traslucir su temor, sugirió que volvieran al cuartel. Dando por finalizada la segunda reunión, los generales lo invitaron a tomar champaña al Gran Hotel. Huertas, sospechando que se tramaban algo, rechazó la invitación porque ‘estaba cansado'.

Posteriormente sabría que, de haber aceptado la invitación, y una vez separado de sus hombres, habría sido llevado a prisión y destituido. También se enteraría después de que al pasar por el parque de la Catedral, camino hacia el hotel, el general Amaya había comentado ‘qué hermosos árboles. De ellos se pueden colgar bastantes cabezas'. Y, señalando el árbol más grande, había dicho: ‘ese está bueno para la de Huertas'.

Pero él no necesitaba escuchar esos comentarios para darse cuenta que no le quedaba otra cosa que unirse a los insurgentes. Los colombianos no creían en él, dado el grado de intimidad que tenía con los panameños.

¡ESTAMOS PERDIDOS!

Cuando, a las 3:45 de la tarde, le llegó a Huertas un mensaje de Amador en que le decía ‘no hay movimiento. Estamos perdidos', ya el general no se podía echar para atrás.

Pero, si Amador se sentía pesimista, tras ser abandonado por sus compañeros de lucha, en otro lado de la ciudad otro grupo tomaba la delantera. Se trataba del general Domingo Díaz, quien montado a caballo, recibía a las masas de ciudadanos que se congregaban en Santa Ana, acompañado de figuras de prestigio del istmo, como su hermano Pedro Díaz, Harmodio Arosemena, Pedro de Icaza, Archibaldo Boyd, Carlos A. Mendoza y Carlos Clement.

El movimiento de la gente, guiado por el general Díaz a caballo, se preparaba a dirigirse hacia el cuartel, a apoyar a Huertas y a proclamar la separación de Colombia.

La ciudad entera estaba conmocionada. Los comercios cerraban con premura sus puertas.

Asustados, los generales colombianos se dirigieron por tercera vez en ese día al cuartel a pedir explicaciones a Huertas: ‘el pueblo se reúne en la Plaza de Santa Ana con una actitud muy sospechosa', dijo Caicedo, muy asustado.

Mientras Huertas conversaba con el generalísimo Tovar, se dio cuenta de que el general Anaya le hacía a este una señal de que ‘le volara los sesos' con el revólver.

Entonces, había llegado el momento de la verdad. Sin dejarles ver que había visto el gesto de Amaya, Huertas se excusó. Iría a revisar sus piezas de artillería.

Mientras los generales permanecían en el patio, sentados en unas bancas, Huertas se dirigió a su habitación. Tomó su espada y su revólver, eligió a un grupo de los mejores hombres y les ordenó que siguieran al capitán Marcos Salazar, también presente, mientras éste apresaba a los generales.

‘¿Acaso no conoce usted al jefe de los ejércitos colombianos?', le grito, furioso, Tovar al capitán Salazar, cuando éste le comunicó que estaban presos.

Cuando Salazar le presionó la bayoneta contra el costado, Tovar empezó a vociferar: ‘¿Huertas, donde está Huertas?'.

Como respuesta, este se asomó desde la ventana del edificio y gritó: ‘proceda, capitán, sin contemplaciones. Aquí se cumple lo que ordeno yo. Lleve a los generales al cuartel de la Policía'.

Mientras a las 5:43 de la tarde mientras los generales colombianos caminaban con la cabeza inclinada hacia el cuartel de la policía, custodiados por Salazar y sus hombres, la muchedumbre guiada por el general Domingo Díaz, avanzaba desde Santa Ana, en olas dificiles de contener, colándose entre las bocacalles de la ciudad, con entusiasmo.

La separación estaba servida.

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‘Usted (Domingo Díaz) no se preocupe, que yo tengo las armas y quiero mucho a Panamá'

ESTEBAN HUERTAS

LÍDER DE LA MILICIA DEL ISTMO DE PANAMÁ

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