• 03/09/2022 12:59

Libreros virreinales: Dineros de sus aventuras literarias

El primer negocio de librería que hubo en Lima (1542), solo siete años después de la fundación española de la ciudad, correspondió al contador Agustín de Zárate

“Librorum ac lectionum – Lima” rezaban las letras negras de la caja de libros que, procedente de Panamá, las autoridades portuarias de El Callao verificaban antes de su despacho a la capital.

El primer negocio de librería que hubo en Lima (1542), solo siete años después de la fundación española de la ciudad, correspondió al contador Agustín de Zárate. El volumen de ventas y transacciones alcanzó cifras considerables lo que permitió la aparición de dos industrias complementarias: la copia y la encuadernación, destacándose en este último arte Enrique Garcés -quien más tarde descubriría las minas de azogue en Huancavelica lográndose así una considerable autonomía del virreinato peruano en la producción de plata que no dependería del mercurio europeo de Almadén-. El historiador Lohman (2000) refiere que para 1609 el librero Juan de Sarria, en Lima, celebraba contratos para la impresión de libros procedentes de la Metrópoli que llevasen la marca tipográfica de “Medicina del Campo”. Juan de la Puerta, “oficial de libros” se destacó como un refinado y pulcro copista cuyos trabajos nada envidiaban a los libros traídos de Europa vía Panamá. Encuadernaciones que terminaron en las bibliotecas privadas y eclesiásticas de Saña, Cuzco, Potosí, Guayaquil y Valparaíso.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, el afán de lectura en los virreinatos se va incrementando; la bisagra de acceso a ellos es Panamá donde no solo se trata del rumbo del oro y la plata desde el Perú, sino hay otro, el tránsito de las ideas, que, en dirección inversa, nutre cultura. Los libros estaban exentos de toda gabela o tasa en España desde el s. XV, Lohman (2000) reseña la disputa acontecida en 1548 entre las autoridades de Panamá que pretendieron cobrar el impuesto de alcabala por unos libros adquiridos en feria, en el istmo, por Cebrián de Caritate. La Corona dio la razón a Cebrián y la exención tributaria quedó en vigor para todos los territorios virreinales.

Los investigadores Leonard (1979), Gil Fernández (1986) y Gonzáles (1993) coinciden en señalar que, desde inicios del s. XVII, “[…] la capital del virreinato peruano había alcanzado la fisonomía propia de un gran centro cultural, el más importante del Nuevo Mundo, contando con universidad, imprenta y un importante número de clérigos, funcionarios y profesionales que promocionaban el mercado de lecturas de la ciudad” y, según Leonard, superior al de otras localidades españolas de la misma época. Veamos dos ejemplos de esa dinámica comercial.

Pedro Durango de Espinosa emigra desde Ubeda (España) hacia el Perú en 1580 pasando previamente por Panamá y Guayaquil. Tenía experiencia como “mercader de libros” y se desempeñó como librero ambulante hasta 1603, año de su deceso. En Lima se hizo llamar ‘Pedro Fletcher’ para rodear de un aire cosmopolita a su labor. El inventario de sus bienes, hallado por Gonzáles (1993), revela que tenía para la venta 1,197 libros y contaba con “dos prensas para el oficio”, es decir, también se dedicaba a la encuadernación. La venta le reporta un beneficio superior a los dos mil pesos por lote embarcado a otros puertos sudamericanos.

Por la misma época llega el extremeño Cristóbal Hernández Galeas y se radica en Lima hasta su muerte en 1619. El inventario, también encontrado por Gonzáles (1993), registra 1,763 libros “[…]y miles de estampas de imágenes, rosarios y crucifijos de bronce”. Al igual que ‘Pedro Fletcher’ era librero ambulante y su actividad le reportó más de tres mil quinientos pesos. El 88% de los libros vendidos por Durango eran de naturaleza laica y sólo el 12% eran libros religiosos o espirituales. De los libros laicos, el 63% eran de Historia, 13% de Literatura y solo el 1,5% eran de ciencia. Mientras que el 24% de los libros que vendía Hernández eran de Literatura, lo que podría brindar indicios de las preferencias de lectura de ese momento. Como dato anecdótico se anota que Hernández también vendía catecismos en lengua castellana y quechua, así como la “Gramática o arte de la lengua general de los indios de los Reynos del Perú” de Vertonio (Gonzáles, 1993).

Referencias como las reseñadas llaman a la reflexión sobre lo que los libros aportaban a la cultura de cada siglo virreinal, Leonard (1979) afirma que los gustos de esa sociedad revelarían la popularidad de los géneros de ficción, es decir “[…] literatura evasiva, para entretener, divertir, hacer pasar un buen rato y escapar de la dura realidad”. Hampe (1988) sugiere cautela de juicio, aunque explora otra variante, las novelas cortas, que circulaban en hojas manuscritas o pliegos sueltos de fácil reproducción para su lectura en voz alta (Ife, 1991) y que las imprentas de Panamá y Lima exportaban constantemente. Rueda (2014) reseña el caso del librero Juan Alarcón de Herrera que, en 1618, estaba en Sevilla de camino a Lima y se hizo cargo de recoger en Portobelo «15 resmas de menudencias» (7,500 folios) que debían llegar a las manos del mercader de libros Jerónimo Soto de Alvarado (AGI, Contratación, Exp. 5359).

Adquieren notoriedad las bibliotecas particulares de Pedro Peralta Barnuevo (Boletín Bibliográfico, UNMSM, Lima, 1941), del Dean Esquivel y Navia (Archivo Histórico del Cuzco, 1957), de Pedro José Bravo de Lagunas (ANP, Protocolos Notariales-PN, Azcarrunz, 1769), del Oídor Pérez de Urquizu (ANP, PN, Alvarado, 1728), del médico Miguel de Valdivieso (ANP, PN, Figueroa, 1778), del canónigo Francisco de Tagle (ANP, PN, Calero, 1791), del protomédico Hipólito Bueno de la Rosa (ANP, PN, Portalanza, 1765), del cosmógrafo Cosme Bueno (ANP, PN, Calero, 1795), así como las bibliotecas conventuales. En este último grupo adquiere renombre la del Convento Máximo de San Pablo de Lima de los jesuitas, con más de cuarenta mil volúmenes. Cuando Carlos III dispone su expulsión, la biblioteca es trasladada e incorporada a la de la Universidad Mayor de San Marcos, la más antigua del continente (Real Cédula, 1551).

De otro lado, Gonzáles (1993) sugiere también tomar nota que había libros que existían pero que “desaparecían”, aunque no siempre, antes de ser inventariados para el testamento del propietario ya que eran los que estaban prohibidos por las autoridades civiles o religiosas.

Citando una de las conclusiones de Rueda (2014), se verifica entonces que, hasta los albores del s.XIX, existían canales bien establecidos de abastecimiento -lícito y de contrabando- de novedades literarias e impresos recién publicados en Europa que nutrían las ciudades virreinales.

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