Las inimaginables riquezas del Sitio Conte

Actualizado
  • 10/07/2022 00:00
Creado
  • 10/07/2022 00:00
En el año 1934, la Universidad de Harvard anunciaba uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de la historia del continente americano
Las inimaginables riquezas del Sitio Conte

“Trazas de vieja cultura halladas por científicos”. “Tumbas panameñas copadas de tesoros”. “Otra cultura centroamericana ha sido encontrada”. “Dorado tesoro de origen desconocido”. “Nueva cultura en Panamá”. Estos eran apenas un puñado de los titulares que encabezaban las páginas de los periódicos internacionales durante los primeros meses del año 1934.

En momentos en que el mundo no terminaba de maravillarse ante el descubrimiento de la tumba de Tutankamón (1922), Macchu Pichu (1911) o la recuperación del Centro Ceremonial de Teotihuacán (1905-1910), el Museo Peabody de la Universidad de Harvard anunciaba los hallazgos del Sitio Conte, “uno de los descubrimientos más importantes en los anales de la arqueología americana”.

Después de tres años de excavaciones secretas, realizadas con los métodos más avanzados, se abría en Panamá una ventana para la comprensión del avanzado nivel cultural de los pueblos indígenas panameños, sus costumbres y técnicas artísticas.

De paso, se obtenía para el deleite de las nuevas generaciones, una colección de objetos de valor incalculable: cerámica, tallados, joyería fabricada con dientes de tiburón, de jaguar, venado, perro, y oro, realizados con las más finas técnicas.

Las inimaginables riquezas del Sitio Conte
Antecedentes

No era la primera vez que se dejaba constancia de la existencia de grandes tesoros arqueológicos ligados a las culturas precolombinas panameñas.

Las crónicas de los conquistadores en el siglo XVI incluían múltiples descripciones de la riqueza de ornamentos y utensilios usados por los indígenas.

Tal vez una de las más impactantes descripciones de la época fue la del llamado Tesoro de París: “dos canastas de cuero de venado llenas de joyas de oro fino, deslumbrantes colgantes y piedras, anillos de formas de animales, collares de medallones tallados, pectorales repujados y cincelados, orejeras recubiertas de filigranas, cinturones de los que pendían talismanes en forma de lagartos, serpientes o sapos, broches o sujetadores con oro y turquesas, gargantillas, brazaletas y orejeras”.

En una temprana “fiebre del oro”, los españoles, más interesados en el metal precioso que en el valor artístico de los objetos, se dedicaron a fundir sus botines de guerra para enviarlos a España en forma de masivos cargamentos de lingotes de oro y plata.

No sería sino hasta el siglo XIX que se consolidó un genuino interés científico por las riquezas arqueológicas que se escondían en el suelo panameño, ligado a las corrientes intelectuales que emergían de las escuelas de antropología e historia de las universidades de Europa y Estados Unidos (Cooke y Sánchez, Cien años de república, 2004).

Con ello se iniciaba una nueva serie de invasiones, las de aventureros y académicos extranjeros que, alentados por el creciente interés de coleccionistas privados o nuevos museos e instituciones, llegaban en busca de artefactos antiguos para ofrecerlos al mejor postor.

Invasores

En 1884, la prensa estadounidense reportaba los hallazgos del arqueólogo norteamericano JA McNiel, quien narraba sus experiencias en el “interesante distrito de Chiriquí”, en donde “la vasta existencia de tumbas de razas prehistóricas son llamadas guacals por los habitantes”.

“Las guacals han sido exploradas por casi cuarenta años, tras el hallazgo accidental de una tumba con valiosos ornamentos de oro. Inmediatamente, cientos de personas llegaron en estampida a las excavaciones”, decía McNiel.

De acuerdo con el investigador, que presenció los hechos, en apenas dos años esos aventureros habían atacado de forma salvaje unas 5 mil tumbas de las que obtuvieron artefactos de oro que habrían sido vendidos por $200 mil –apenas su valor metálico–, además de piezas de piedra y cerámica adquiridas por el Instituto Smithsonian en Washington.

Según el arqueólogo panameño Carlos Fitzgerald (Lotería, No. 450), el saqueo de la gran cantidad de sitios arqueológicos en el occidente rural del istmo, desde mediados del siglo XIX, mostraba el poco interés que los “pensadores y gobernantes” panameños tenían por la herencia precolombina. Como resultado, los más importantes hallazgos pasaban expeditamente a las colecciones privadas o, en el mejor de los casos, a museos que se mostraban dispuestos a pagar miles de dólares por ellos.

No obstante, cuando Panamá realizó su Exposición de 1915, por motivo de la inauguración del Canal, se incluyó entre las exhibiciones la de una colección de piezas entre las que figuraban vasijas de cerámica policromada que claramente no pertenecían a las sepulturas chiricanas.

Los farsantes

En un momento en que se masificaba el interés por el mundo de la arqueología, la prensa internacional reportaba periódicamente noticias de nuevos descubrimientos, entre los que no faltaban los de tierras panameñas.

En el año 1929 se reportaba el hallazgo de un supuesto arqueólogo llamado Ernest Forbes, que, en compañía de su esposa, había extraído un tesoro en piezas de oro y cerámica, incluyendo “varias docenas de ídolos de oro sólido, recuperados de un cementerio antiguo en la provincia de Coclé”.

La nota destacaba “una pieza de oro de seis pulgadas en forma de tiburón, con escalas movibles; una estatua de un sacerdote con un hacha y una rana, todos en perfecto estado de preservación y con un valor monetario de más de $50 mil”. Supuestamente, los objetos serían prestados al Museo De Young, en San Francisco.

Ese mismo año, el explorador A. Hyatt Verril publicaba su libro Viejas civilizaciones del nuevo mundo, ampliamente promovido, en el que, en términos disparatados, sin ningún tipo de base científica, reclamaba haber encontrado una nueva Pompeya en la provincia de Coclé, en Panamá.

“A juzgar por las ruinas que he estado descubriendo durante los últimos 5 años, fue un grupo humano maravilloso el que una vez habitó la costa del Pacífico y las montañas de Panamá, hace 4 mil años”. Así comenzaba un artículo sindicado de la autoría de Verril, con el que intentaba promover su libro para aficionados. En él decía haber hallado un inmenso número de tumbas, así como monumentos de piedra y cerámica que probaban la existencia de una cultura avanzada anterior a los mayas o los incas”.

Verril incluso detallaba la existencia de un supuesto “Templo de los mil ídolos”, un lugar de adoración que cubría un área de más de cien acres, del que había encontrado sus gigantescos pilares, enterrados tras un terremoto o una erupción volcánica procedente de un “cráter pelado y quemado” del cercano cerro Guacamaya.

Este fantasioso recuento, asegura el arqueólogo Richard Cooke, tenía su base en los restos arqueológicos del centro ceremonial de El Caño, en donde Verril excavó entre los años 1925 y 1926 “de manera poco ortodoxa, una serie de trincheras que coincidieron con un depósito cultural compuesto por columnas y estatuas de piedra, además de entierros y basureros”.

Lo que no era fantasía fue lo que se llevó Verril de este centro ceremonial: la parte superior de los “gigantescos pilares”, unos valiosísimos tallados en piedra que reposan hoy en museos de Estados Unidos.

El Sitio Conte

Así estaban las cosas cuando empezaron a aparecer en algunas tiendas de curiosidades de las ciudades de Panamá y Colón, una serie de objetos novedosos, confeccionados en oro, y en ocasiones adornados con ágata y otras piedras semipreciosas.

Fue un profesor de la Universidad de Harvard quien comprendió el valor de estos artefactos y, picado en su curiosidad, realizó una serie de averiguaciones que lo llevaron a una finca en la provincia de Coclé, propiedad de la familia Conte.

“Poco después se presentaban los doctores Tozzer y Hooton, representantes de la Universidad de Harvard, para recorrer el sitio en compañía de miembros de la familia Conte” (Cooke).

Los Conte explicaron que desde hacía más de una década, a raíz del cambio de curso del Río Grande, los campesinos de la zona habían empezado a reportar el hallazgo de infinidad de objetos. Al parecer, muchos de estos habían sido vendidos, pero eran tantos que hasta los niños jugaban, sin saberlo, con las cuentas de oro encontradas en la ribera del río como si fueran canicas.

Para el año 1928 enviaba la universidad a un arqueólogo de apellido Curtis y a un grupo de estudiantes. Estas primeras excavaciones comprobaron el potencial arqueológico del sitio y dio paso a la firma de un contrato entre la familia Conte y la Universidad de Harvard para nuevas exploraciones en los veranos de 1930, 1931 y 1933.

(La información de este artículo ha sido obtenida de varias publicaciones, entre ellas El origen de la arqueología panameña, de Richard Cooke, Los monumentos históricos, de Carlos Fitzgerald, y numerosos artículos de la prensa local e internacional. Más en nuestra próxima entrega).

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