• 20/09/2008 02:00

Patria, tantas cosas bellas

Atrapé de un suspiro todo el aire de aquel perímetro, porque deseaba que ese momento penetrara cada espacio de mi existencia. Estaba par...

Atrapé de un suspiro todo el aire de aquel perímetro, porque deseaba que ese momento penetrara cada espacio de mi existencia. Estaba parado en pleno centro de esta que es mi ciudad; una contracara ciudad, con monumentales torres tan altas que se pierden en lejanía de todo? Una contracara ciudad en la que, cual espejo transparente, las barracas se hunden en el profundo olvido? Una contracara ciudad de destellos de monedas recorriendo calles y avenidas? Una contracara ciudad de nocturnas y perennes manos extendidas implorando una mirada cargada de realidades.

Era la mañana de aquel día ombligo de la semana, en pleno centro de la ciudad, a un costado de la Suprema Corte de Justicia? Recorrí el mismo camino que recorro siempre por razones de trabajo? Pero ese día era diferente, y apenas empezaba a percatarme. Me recosté a aquel barandal, con la intención de mirar la mismísima nada. Así estuve por un tiempo, hasta que de repente la presencia de ese monumental árbol me empezó a regalar los secretos que minuto a minuto obsequia. Todo en pleno centro de mi ciudad.

Los cientos de brazos del enorme fabricante de fotosíntesis tendían hacia el cielo una tupida alfombra con tonalidades diversas de verde. Cada uno de esos cientos de brazos accionaba con total independencia del otro, como tratando de contar historias que van y vienen, danzando alegrías al ritmo del fresco viento. Pero eso no fue todo, sino apenas el alfa que abriría sus puertas a muchas más sorpresas. Y es que como si salieran de ningún lugar, surgieron volando los colores verde, amarillo, rojo y negro, para posarse en uno de los brazos de ese árbol. Un tucán me obsequiaba su brillante plumaje. Me observaba desde las alturas, mientras yo lo veía asimilando la grandeza de aquella presencia. Brincó inquieto de rama en rama, mostrándome la autenticidad de su emplumado y colorido traje sin ninguna falsedad. Pero así como llegó sin avisarme, se esfumó.

Casi hechizado por ese momento, giré hacia el otro lado, cuando de repente apareció un pequeño roedor cuadrúpedo que cruzaba tranquilamente la calle, más abajo de donde nace el clorofílico gigante, en el que antes estaba el tucán. El chocolatoso roedor se detuvo, para que lo fotografiara con mis ojos, lo que hice para que la imagen se grabara en mi mente. Era un despeinado ñeque, que ni se preocupaba por la falta de un “blower” que le alisara los pelos. Y dando saltitos también el ñeque imitó al tucán, en su acto de desaparición. Sonreí lleno de satisfacción, por los presentes que estaba recibiendo ese día en pleno centro de mi ciudad. Sin embargo, aún faltaba el postre, que me dejaría el espíritu saciado.

Jonathan, mi compañero camarógrafo, me mostró lo que venía: una enorme iguana vestida de verde caña, con su larga cola serpenteaba por la ladera cercana al árbol, anfitrión de todo lo que estaba sucediendo. La iguana suspendió su cuerpo sobre sus cuatro patas, irguió su cabeza para mirar a ambos lados, y luego también se perdió de mi vista, dejándome con una amplia sonrisa dibujada en mi rostro. Juro por Chame, y Jonathan fue testigo, que todo esto sucedió en pleno centro de mi ciudad, un día ubicado en el ombligo de la semana. Y no tuve que ir a ningún otro lugar, ni pagarle a nadie para que la naturaleza me tocara profundamente.

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