• 24/11/2009 01:00

Decencia y calidad institucional

Las desavenencias en la cúpula de la Alcaldía capitalina, como la que se presentó entre el alcalde Bosco Vallarino y la vicealcaldesa Ro...

Las desavenencias en la cúpula de la Alcaldía capitalina, como la que se presentó entre el alcalde Bosco Vallarino y la vicealcaldesa Roxana Méndez, contribuyen a agravar el déficit de decencia y calidad institucional de la democracia panameña, con importantes costos para el conjunto de la sociedad. Esta realidad debe constituir un llamado de atención a la responsabilidad de autoridades, gobernantes y dirigentes políticos y una convocatoria a resolver las diferencias en forma constructiva.

Presidentes y vicepresidentes, alcaldes y vicealcaldes, diputados y suplentes, ministros y viceministros han entrado en conflicto en numerosas oportunidades, como consecuencia de diferencias de proyectos políticos, temperamentos o intereses personales. También puede considerarse responsable de esta historia un diseño institucional que establece una figura endeble de los vices, con funciones difusas que pueden oscilar entre un rol pasivo y opaco, como responsable de una gestión específica, y otro más activo como ser el segundo en importancia de la cartera o curul y primero en la línea de sucesión funcional.

El conflicto de competencias entre los alcaldes y sus vices aparece, inevitablemente, cuando uno de los dos actúa a través de impulsos, con ideas descabelladas, voluntad de protagonismo o posiciones encontradas en su propio entorno, y el otro tiende a ser responsable, correcto, justo y honesto en el ejercicio de sus funciones.

Es evidente que nadie puede esperar que en el seno de un gobierno o de una institución no existan diferencias de opinión, de evaluaciones o de proyectos. Más aún esas diferencias pueden contribuir a enriquecer el diálogo y la búsqueda de las mejores opciones en la acción de gobierno y, por lo tanto, la vida democrática. Lo contrario sería el imperio de una ideología excluyente, del autoritarismo y de una homogeneidad aplastante para las ideas y las iniciativas.

Aun así, el procesamiento de las diferencias debe realizarse teniendo en cuenta la realidad en la que se producen y evitando que desemboquen en situaciones perjudiciales para el país.

La crisis entre Bosco Vallarino y Roxana Méndez es una crónica avisada y surge de la evaluación moral que la vice hace de algunas actitudes del alcalde. Desde sus tiempos de candidato, Bosco Vallarino advirtió que tendría un papel desbordante y activo en la Alcaldía. Y lo ha demostrado con diversas iniciativas —como la de los cheques firmados, los cierres de bares, las piscinas inflables, los cantos de Nochebuena y los culecos en la Cinta Costera— y con opiniones sobre temas candentes que, en algunos casos, difieren con la posición de todos los que habitamos en la comuna capital.

De acuerdo con estos hechos puede opinarse que el alcalde eligió un camino de sobreexposición y que realiza incursiones que quizá exceden el radio de su competencia. O que, por lo menos, no evalúa adecuadamente las reacciones que podría generar su activismo.

La vicealcaldesa —cuya actitud es más de armonía que de chabacanería— ha creado las condiciones para salir decorosamente y así evitar mayores reacciones con el estilo frontal y categórico que suelen utilizar otros políticos y que, si bien es eficiente en algunas ocasiones, también parece alejado del espíritu de negociación que debería imperar en otras.

Lo sucedido hasta ahora no puede considerarse una crisis. No hay un problema de gobernabilidad, no hay un enfrentamiento entre grandes facciones y no hay incertidumbre sobre la estabilidad institucional. Aun así, no pueden minimizarse los efectos que la cuestión puede tener. En primer lugar, porque, como se dijo, se incorpora a la larga serie de desavenencias similares y, de ese modo, pone de manifiesto la continuidad de un punto débil del sistema político, que estalla cada vez que incompetentes ocupan puestos importantes. En segundo lugar, porque se produce en circunstancias muy especiales que los dirigentes deberían tener muy en cuenta.

Panamá viene de atravesar una hecatombe política de suma importancia en su historia y uno de sus más grandes traumas institucionales y sociales que puedan recordarse. El PRD, históricamente uno de los dos grandes partidos políticos, tocó fondo y, contradiciendo los pronósticos más agoreros en mayo pasado, se eligió entonces a un presidente ajeno a uno de esos partidos. Y, a pesar de que hubo una transición ordenada del poder, el nuevo gobierno, surgido de una alianza impensable anteriormente, ha logrado un elevado grado de aprobación, todo lo cual le otorgó una incuestionable legitimidad.

No obstante, las tendencias positivas que se observan no están firmemente asentadas. La situación política se desenvuelve todavía con un alto grado de incertidumbre que está contribuyendo a demorar que los panameños cambien su forma de ver a la clase gobernante y, en consecuencia, de una sólida aprobación institucional.

Por otra parte, se transita un tramo crucial en el cual el país debe exhibir no solo adecuados indicadores morales y éticos, disposición a hacer cambios pedidos por la sociedad y voluntad de enmendar errores anteriores, sino también seguridad jurídica y estabilidad política. El país debe demostrar, en suma, que es serio y confiable en todas sus manifestaciones.

En este contexto debe evaluar la dirigencia política la consecuencia de sus actos y de sus reacciones. Este imperativo alcanza, en primer lugar, a los miembros del gobierno, de quienes depende en forma más directa la marcha de los asuntos públicos. Pero también a aquellos funcionarios que, por su influencia política, tienen capacidad para influir en ellos.

Es necesario, en suma, una administración responsable y constructiva para resolver las diferencias y una vocación por el recurso del diálogo en el ejercicio del poder.

*Empresario.lifeblends@cableonda.net

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