• 25/02/2017 01:01

¿Qué es la justicia?

Administrar la ley es saber aplicarla...

H ans Kelsen no es un nombre desconocido entre los que hemos invertido parte de nuestras vidas en los estudios de las leyes tratando de entender los fundamentos mismos del oficio. Su Teoría Pura del Derecho y su Pirámide Jurídica han sido materia de examen para aquellos que seguimos creyendo que es el Derecho el instrumento más idóneo para la convivencia del hombre en sociedad. Aun cuando las tesis del maestro austriaco puedan pecar de esa candidez propia de los académicos idealistas, abstraídos de las realidades económicas que moldean las leyes, no han dejado de ser un referente en el universo del pensamiento jurídico. El análisis filosófico que se esboza en la obra cuyo título sirve de excusa a estas líneas es, sin dudas, un faro para guiar a las mentes inquietas que quieran acercarse (si acaso es posible), a la idea de lo que a lo largo y ancho de la historia hemos denominado ‘justicia'. Sin embargo, los que se atrevan a ingresar en esos mares tormentosos deben estar advertidos de lo que el mismo Kelsen afirmó: ‘La justicia es un secreto que Dios confía a muy pocos elegidos –si es que lo hace- secreto que nunca deja de ser tal pues no puede trasmitirse a los demás.'

Al amparo de esta sentencia del fundador de la Escuela de Viena, advertí que era cierto semejante secreto divino, siempre tan bien guardado como todo lo que nos es desconocido. Nadie, pensé, ha penetrado con éxito en ese universo ignoto. Ni siquiera Pitágoras que definió a la ‘justicia' con una simpleza conmovedora, al sostener que es ‘un número cuadrado, el cual es un compuesto de dos factores iguales.' Ni siquiera Aristóteles, quizás más sabio, que hablaba de la ‘justicia' como medida general de la virtud y sobre esta base se refería a la justicia distributiva, a la justicia emparejadora, correctiva o sinalagmática, que puede ser conmutativa o judicial. Ni siquiera Platón, que identificaba la ‘justicia' con la felicidad y decía que solo el justo es feliz y desdichado el injusto. Se sabe que desde entonces la gente se pregunta: ¿y qué es la felicidad? Ni siquiera Jeremías Betham, que tratando de resolver este asunto, decía que tal felicidad debe ser la del mayor número de personas, y trasladaba el problema al ámbito de la felicidad subjetiva y no colectiva-objetivo, pues lo que el orden social disponga para unos pueda que no sea la felicidad que otros anhelan. Ni siquiera los siete sabios griegos, que luego de largas cenas, ebrios de buen vino, concluyeron que ‘justicia' es dar a cada cual lo suyo, idea que, por cierto, me parece por lo menos atendible si se supiera qué es ‘lo suyo' de cada cual. La complejidad del tema data de quizás siglos antes de que los nueve ‘arcontes' se hubieran consolidados en el poder administrativo, político y judicial en la Grecia antigua.

Pues bien (o, debo decir, pues mal), sin saber con certeza su contenido, sus fundamentos y sus alcances, nos damos a la tarea de hablar con una soltura que espanta no sólo de la ‘justicia', sino, lo que es peor, de cómo ‘administrar' algo que no se conoce qué es. La Carta Fundamental, por ejemplo, se refiere en su artículo 201 a la Administración de Justicia y, al igual que lo hace el Código Judicial en su artículo 1, dice que esa ‘administración' es pública, gratuita, expedita e ininterrumpida. Si la ‘administración' es de tales características, supongo algo similar al aire, al oxígeno, es decir, un bien etéreo al cual todo público tiene derecho a acceder de manera gratuita, expedita e ininterrumpida, cómo será la ‘justicia' así ‘administrada'? Hemos tenido la osadía de descubrir cómo debemos ‘administrar' algo que no sabemos qué es. Confieso que no he visto un engaño jurídico más añejo, generalizado y cruel que éste.

Es que en verdad, aunque la Constitución lo llame de otra manera, las corporaciones que integran el Órgano Judicial, no ‘administran' la ‘justicia'. La Corte Suprema, los Tribunales Superiores, los Jueces de Circuito, etc., lo que ‘administran' es la Ley positiva, las normas jurídicas que existen en los códigos y leyes de la República, pero no esa ‘justicia' incolora que ni los sabios de ayer, ni los de hoy, ni ninguna ley, se ha atrevido a definir. Estas instituciones no son, pues, ‘administradoras' de ‘justicia' sino, sencillamente, ‘administradoras' de la ley. Esta realidad en nada le resta méritos a la enorme importancia que detenta el Órgano Judicial en la infraestructura de los Estados modernos.

La lectura de ¿Qué es la Justicia? servirá de mucho para arrancar estas telarañas de jactancia y abrir los ojos con humildad. Esto porque, en mi opinión, es más trascendental para la convivencia social el saber ‘administrar' la ley, la norma jurídica vigente, saber aplicarla objetiva e imparcialmente, sin temores ni presiones, con prudencia y sabiduría, que aspirar a ‘administrar' una ‘justicia' sobre la que siempre ha existido y existirá un indigno paño de dudas e indefiniciones. (Es más, a diferencia de las miles de obras que los historiadores y juristas han dedicado a la Historia del Derecho, no he leído aún una sola que verse sobre la Historia de la Justicia.) Por eso propongo que ya nos dejemos de estar mintiéndonos y corrijamos estas graves imprecisiones que han conducido a una concepción errada de las funciones reales de las corporaciones que tienen la superior tarea de aplicar la Ley. Propongo que se hable de Administración de la Ley y con esto, de paso, achicamos los márgenes para que, en el marco de sus decisiones, el Órgano Judicial invoque a una diosa que nos ha tenido (y nos tiene) a todos hundidos en las tinieblas de su oscuro y desaliñado manto, una damisela ya marchitada por sus propios desvaríos, en cuyo nombre se han cometido los peores crímenes contra la humanidad. Que sigan los que quieran teniendo hambre y sed de ‘justicia', como dice el evangelista. Por mi parte solo pido que no exista hambre, ni sed, por la recta aplicación de la Ley. Con sólo esto ya todos nos debemos sentir bienaventurados. Amén.

ABOGADO.

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