• 15/12/2017 01:02

Consumismo enfermizo

‘[...] gran parte del desperdicio del mundo es producto de prácticas habituales de consumo que ya son normales: conducir un auto, tomar una ducha diaria, amoblar una oficina y cambiar de celular todos los años'

El dicho ‘Menos es más' se atribuye generalmente a Ludwig Mies van der Rohe, quien en 1947 resumió los principios del minimalismo en una entrevista con el arquitecto Philip Johnson. Pero nadie sabe quién acuñó la frase exuberante ‘Más es más'. Independientemente del origen, ambas son reflejo de una sociedad de consumo desenfrenado. Después de la Segunda Guerra Mundial, la cultura de ‘Menos es más' se encontró con una de abundancia masiva. La exageración se convirtió en un emblema de refinamiento y luego de medio siglo de prosperidad ininterrumpida, ‘Más es más' ha quedado registrada como la forma en que vivimos ahora.

Considere todos los recursos utilizados para vivir en este mundo material: el acero para construir nuestros hogares, el gas butano para cocinar nuestros alimentos, el aluminio en nuestros teléfonos inteligentes y el plástico de alta resistencia para nuestros vehículos. En los países desarrollados el consumo ha aumentado en más de un tercio en la última década, al punto que, en 2015, cada persona en las 30 naciones más ricas consumía más de 125 kilos diarios de material.

¿Cómo llegamos a ser consumidores tan voraces e irreprimibles? Para responder a esta pregunta es necesario regresar a las ciudades del Renacimiento, con sus gustos de copas doradas y sedas orientales, y trasladarnos a la China actual donde el consumismo demuestra no ser un requisito del capitalismo. El consumo es más que una función de decisiones individuales o fluctuaciones financieras; es un factor de la intervención de Gobiernos y naciones en la inversión de infraestructura, energía, agua y programas de bienestar.

Enterradas en su propio contexto de ideas, política, cultura y sociedad, existen varias teorías sobre el consumo. La mayoría de ellas posteriores al siglo 19, incluyendo a Thorstein Veblen, quien inventó la frase ‘consumo conspicuo' para describir el comportamiento de aquellos que gastan extravagantemente para reforzar el prestigio social, y a John Kenneth Galbraith, que culpó al consumismo por la paradoja de ‘la opulencia privada y la miseria pública'. Sin embargo, el ‘Más es más' encuentra su horma con los estadounidenses de mediados del siglo 20, cuyos coches con aletas expresaban la característica distintiva que más grande es mejor. Tan seductor era ese estilo de vida que las personas podían comer y beber, ver películas, dormir y hacer relaciones sexuales sin nunca salir del auto.

Pero para que una sociedad de consumo prospere, su gente tiene que cambiar la actitud. Las mercancías no solo tienen que llegar, sino que también tienen que gustar. En el pasado, las sociedades eran más rígidas y el desafío era transformarlas para que la acumulación de bienes fuera algo virtuoso. Por esta razón, el médico y hombre de letras neerlandés Bernard Mandeville (1670-1733) es considerado el padre del consumismo. Fue Mandeville quien reconcilió la avaricia individual y la prosperidad nacional en su ‘Fábula de las Abejas', señalando que la codicia podría ser buena, al menos para la economía. Mandeville sirvió de bisagra para que Adam Smith, en ‘La Riqueza de las Naciones', argumentara que el consumo era el único fin de toda producción.

No es hasta ahora, reciente, que el consumismo rampante provoca disgusto y las autoridades empiezan a restringir la demanda por la luz, el agua y otros bienes, generando así controversias y discusiones. Por un lado, los libertarios clásicos defienden las prerrogativas del consumidor para elegir lo que le gusta. Consideran que la libre elección en el mercado es un bien en sí mismo, una bendición para la democracia y, como lo habían sostenido los sabios de la Ilustración, como Adam Smith, crucial para una economía próspera. Y por otro lado, los críticos de la sociedad de consumo, un grupo mixto de moralistas, conservadores, socialistas y progresistas, ven al consumismo como una fuerza corrosiva.

Sin embargo, al ver nuestro entorno y analizar hacia dónde vamos, resulta oportuno resucitar algunas ideas del consumo austero que existía en una época. No es que hay que lamentar el volumen de bienes que muchos compran para mantenerse al nivel de sus vecinos ni deplorar la inversión en infraestructura pública o la adquisición de cocinas modulares o gadgets de tecnología. El tema aquí es que gran parte del desperdicio del mundo es producto de prácticas habituales de consumo que ya son normales: conducir un auto, tomar una ducha diaria, amoblar una oficina y cambiar de celular todos los años.

Mandeville comprendió la relación paradójica entre intenciones y efectos, pero su célebre obra necesita alguna actualización. Porque lo que cuenta como normal ha probado ser demasiado.

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