• 05/01/2019 01:00

Platón, Montesquieu y el diseño del poder

‘Cualquier reforma constitucional [...] debe ir dirigida a que haya adversarialiedad real entre Legislativo y Ejecutivo'

La pregunta que se hace Platón en su búsqueda del gobierno ideal es quién debe gobernar. Concluye que debe gobernar un hombre sabio que pueda dirigir a su pueblo y dictar él las leyes necesarias para rehacer al hombre a semejanza de lo que en su sabiduría determine que es lo divino (el filósofo rey). Esta utopía ha sido intentada en reiteradas ocasiones en la historia y el resultado siempre ha sido el desastre. El Terror de Robespierre, el comunismo soviético, el nacionalsocialismo obrero alemán, el Gran Salto Adelante de Mao y sus decenas de millones de muertos, y los campos de exterminio de los Jemeres Rojos son los más infames ejemplos.

Afortunadamente muy pocas personas expresan hoy día apoyo abierto a la idea de un líder supremo que ejerza de dictador benévolo. Sin embargo, persiste la idea de que para combatir la corrupción debemos enfocarnos en elegir a los buenos, quienes resolverán los problemas del país y nos llevarán por la senda correcta.

Montesquieu, por otro lado, pertenece al club de pensadores políticos que contribuyeron al rescate moderno de la república como sistema de gobierno, concebido como sistema en que el poder está disperso, justamente porque el poder no puede ser confiado a ningún filósofo rey. Curiosamente, Montesquieu nació en el año 1689, pocos días antes de que en Inglaterra el Parlamento adoptase, luego de la Revolución Gloriosa, la Declaración de Derechos que hasta hoy es considerado uno de los documentos políticos fundamentales del Reino Unido. En dicho documento se restablece el principio ancestral del reino británico, de que el rey no es un monarca absoluto sino que está sometido al derecho. Esta idea es clave y choca de frente con la idea platónica del gobierno.

La historia constitucional británica es una en que la división del poder surge naturalmente a través de una evolución política y no como resultado de una revolución. Los que conspiraron para destronar a Jacobo II nunca expresaron como motivación el romper con el pasado o establecer una nueva forma de gobierno. Incluso en la Convención Parlamentaria se debatió la posibilidad de establecer una república, cosa que fue rápidamente descartada. A criterio de la mayoría, Jacobo II era un usurpador y lo que se requería era restablecer los viejos principios de gobierno que habían regido en Inglaterra durante siglos, yendo atrás hasta al menos Magna Carta.

La evolución política inglesa no es común a todas las naciones, pero el éxito de su sistema de gobierno inspiró a muchos pensadores políticos a lo largo de la historia a buscar cómo emularlo. La adversarialiedad entre el órgano representativo y el que ejerce la función ejecutiva es lo que busca emular el sistema republicano. Si en la práctica no hay tal adversarialiedad, digamos porque el llamado a ejercer la fiscalización de la función ejecutiva no tiene poder real para hacerlo, porque no controla la bolsa de dinero del gobierno sino que quien la controla en la práctica es precisamente el Ejecutivo, el resultado es un sistema disfuncional en que el Ejecutivo controla al Legislativo, en lugar de que sea a la inversa.

En Panamá decimos que tenemos un sistema en exceso presidencialista, y es cierto. Gran parte del problema está en que el órgano representativo —el Legislativo— tiene un diseño constitucional deficiente que lo condena a ser el perrito faldero del Ejecutivo. Dicho órgano tiene también problemas de composición, pues al ser unicameral, no hay el contrapeso que las cámaras altas bien diseñadas suelen ejercer frente al populismo. La representatividad requiere diputados elegidos en circunscripciones relativamente pequeñas, y eso implica en gran medida diputados localistas y populistas. El contrapeso de dichas tendencias populistas lo ejerce precisamente una cámara alta bien diseñada, compuesta por senadores que, al ser elegidos por períodos más largos y en circunscripciones más grandes, tienden a tener una visión política más de largo plazo. Pero en un congreso unicameral como el nuestro no existe ese contrapeso.

El asunto es de incentivos, no de personas. De allí que el sistema debe animar la adversarialiedad. Las constituciones deben diseñar la relación de poder entre los órganos con este objetivo en mente. Si no se logra, el sistema fracasa. Cualquier reforma constitucional que hagamos debe ir dirigida a que haya adversarialiedad real entre Legislativo y Ejecutivo. Si, en cambio, perdemos el tiempo en tratar de asegurar que solo los buenos lleguen al poder, mejor apaga y vámonos.

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