• 08/08/2020 00:00

El fracaso del sistema educativo panameño

En el ejercicio de mi profesión de educadora, he comprobado que el común de las personas debe asimilar profundamente, como propio, lo aprendido, para que sus conocimientos académicos sean parte de su personalidad, integrados en la conciencia y los pueda aprovechar en su diario vivir.

En el ejercicio de mi profesión de educadora, he comprobado que el común de las personas debe asimilar profundamente, como propio, lo aprendido, para que sus conocimientos académicos sean parte de su personalidad, integrados en la conciencia y los pueda aprovechar en su diario vivir. Por ello pienso que la causa por la que los panameños no hemos podido acabar con la corrupción, estriba en que, en este caso, el ciudadano no tiene arraigado, profundamente en la conciencia, los principios morales, la ética política y las sanas costumbres, porque en su proceso educativo no se le inculcó con rigor la importancia de ser honesto, tener valores éticos y comprender cómo esto redunda en beneficio de su persona y del país.

Sin temor a equivocarme puedo afirmar que la clave para solucionar el problema moral de la sociedad panameña está en corregir el fracaso del Estado de no utilizar la Educación y a los educadores como agentes de cambio, para el bien del individuo y de la comunidad. ¿En qué hemos fallado? Hemos fallado en que como sociedad nos ha faltado capacidad para entender que, si no formamos en las escuelas personas académicamente idóneas y con un criterio cívico sólido, tendremos, tanto sociedades como ciudadanos mediocres y sin verdadero amor por su patria, por consiguiente, débiles frente a la corrupción.

Siempre he propugnado por un Estado Docente, un sistema educativo en el que los gobernantes tengan clara su misión de llevar adelante políticas educativas para el bien de la comunidad, pero dentro de este objetivo se hace necesario que los ciudadanos seamos formados en nuestros principios, con valores cívicos y éticos. Repito, debe existir esta política de Estado, porque como dijera el Libertador Simón Bolívar: “el talento sin probidad es un azote”.

Algunos podrían alegar erróneamente que esos valores se adquieren en la familia, no en el aula, sin pensar que, si es difícil educar al niño, cuanto más difícil sería reeducar al hombre, a la mujer o a la familia, que ya están formados con otros criterios o simplemente deformados en sus hogares. Por tanto, esta responsabilidad compete más que nada al Estado.

En la primera mitad del siglo pasado, el sistema educativo se preocupaba por los jóvenes de la época, para que estuviéramos preparados espiritualmente con disciplina, en valores, pero desde unas décadas a esta parte, en nuestro país hemos adolecido de asignaturas que nos enseñen eficazmente la ética, urbanidad, moral y civismo, tanto que estas materias ya seguramente parecerán exóticas para el común de las personas, por lo que se hace imprescindible que las generaciones actuales y futuras sean inoculadas de manera perentoria con una enseñanza humanística y obligatoria en estas asignaturas, las que deben ser incluidas en el pensum académico, desde las escuelas primarias hasta las universidades, tanto en las públicas como en las privadas; donde el Ministerio de Educación cumpla con sus objetivos y políticas educativas establecidas.

Debe ser una política de Estado, por lo menos, durante los próximos 25 a 30 años, o los equivalentes a una generación. Invertir en Educación para realizar este proyecto, sería la mejor inversión que podría hacerse en la Nación. Es la única manera de adecentar al país mediante lo que podríamos llamar “la revolución académica moralizadora del Estado”, porque el problema de fondo en nuestra Educación es de orden moral.

Haciendo algo de historia, recuerdo cuando estudiaba en el antiguo Liceo de Señoritas, la importancia de las materias: Higiene, dictada por el doctor Lavergne; Ética, Moral y Filosofía, por el profesor Pinilla; Cívica, dirigida por el profesor Pedro Ayala, y; Educación para el Hogar, por las profesoras Angulo y Spencer. Estas y otras materias fueron impulsadas por nuestros primeros estadistas, educadores de la talla de Octavio Méndez Pereira, Guillermo Andreve, Otilia Jiménez, Jeptha B. Duncan, Angélica de Patterson, José Dolores Moscote y muchos más; sin embargo, de manera extraña en perjuicio de la formación estudiantil, fueron desapareciendo de los planes de estudio.

El sistema educativo panameño necesita de un replanteo pedagógico para que tengamos en realidad un necesario Estado Docente, porque los valores se han afectado muchísimo. Tanto maestros como profesores deben adoptar claramente conductas sociales y educativas serias. La educación debe ser humanística para que impere la preocupación educativa total y las ciencias, la literatura, las artes y otras materias fundamentales sirvan para preparar a los estudiantes con principios, de forma que el hombre sea más humano y no como está ocurriendo que se le prepara como un ser autómata y materialista.

Un verdadero Estado Docente es necesario, donde los gobernantes estén trabajando al unísono con los educadores, donde los que ocupen los cargos del Ministerio de Educación entiendan lo que es educar a una patria y el humanismo brille a través de la enseñanza, situación que no ocurre desde hace más de cincuenta años.

En el Estado Docente nuestros ciudadanos lograrán conseguir una educación democrática, humanizadora y científica, con postulados para que el país cuente con ciudadanos probos y preparados.

No dejemos que el hombre se deshumanice y se siga convirtiendo en un esclavo de la computadora. Hagamos Patria con la educación del pueblo. Reitero -hasta el cansancio, si fuera necesario- debería existir una política de Estado donde los ministerios de Educación dejen la demagogia y se preocupen porque la enseñanza que se imparta al estudiante panameño sea integral, humanística y respetada por todos los educadores, que manejen su inteligencia para brindar sus conocimientos con una filosofía educativa clara en valores y con metas realmente patrióticas.

Excatedrática de la UP, doctora en Educación.
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