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- 26/08/2020 00:00
Robar el futuro
La segueta fue y vino varias veces para aserrar en la oscuridad nocturna. Aunque la fricción hizo gemir los metales que chirriaron, nadie se dio por enterado de que extraños trasponían las cercas del colegio, forzaban las puertas, escudriñaban cuanto anaquel y desvalijaban el aula de las computadoras. No fue la única vez; se hizo costumbre, cada fin de semana los bultos salían y se perdieron en la noche sin un solo testigo que explicara este delito reiterado.
No es una serie televisiva de ficción, ni una cinta sobre los bajos mundos. Es realidad. Ocurrió en el Instituto de Artes y Oficio Melchor Lasso de la Vega y también en la Escuela República de Haití. Ninguno se sitúa en sitios alejados. Uno frente de la Universidad de Panamá y el otro en plena vía España. Los hurtos han sucedido durante la pandemia, cuando todos estaban en casa, salvo los ladrones.
Dos casos demostrativos. Despojar un centro de enseñanza se ha convertido en un ejercicio de prestidigitación y al parecer en el país hay muchos profesionales de estas actividades, que mal podríamos llamar, arte. Siluetas se desplazan cual fantasmas, violentan los viejos candados y cerraduras enmohecidas y se pasean por los pasillos vacíos de estudiantes para sustraer artículos que pueden ser vendidos, canjeados por droga o baratijas.
Esas sombras cargan con tranquilidad el valioso -desde el punto de vista instructivo- cargamento; en ocasiones es depositado en un camión o taxi, que sigilosamente es acercado al área violentada y desde allí toma rumbo hacia un mercado regulado por el hampa. Se vende, se canjea, se regala el botín; alguno compra y acepta una computadora, un televisor o un mueble usado. En fin, ¿quién se ocupa de verificar la procedencia de ese bien barato?
El Artes y Oficios está en una zona de riesgo. Hay una comunidad a su lado, Viejo Veranillo, espacio invadido por precaristas que se posesionaron de tierras de la Universidad de Panamá y apadrinados por diferentes autoridades. Su agradecimiento fue demostrado con el sinfín de cortes a la malla que los separa de las facultades de Administración Pública y Ciencias de la Educación. Esas fueron las primeras víctimas colindantes.
Ahora ha sido del otro lado, el colegio vocacional y se han desaparecido sierras, formones, martillos, tornos, abanicos y herramientas que brindan la formación a jóvenes que vienen de barrios pobres. Alguien les roba también el futuro con cada hueco en las paredes y estantes. La reposición del instrumental debe pasar un proceso administrativo interminable, si se suma la cantidad de establecimientos académicos que reciben estos acosos delincuenciales.
¿Y la vecindad que vive alrededor? Muchas veces conoce quién es o quiénes son los autores de esta violencia descarnada; pero calla por temor a las consecuencias o por complicidad. Pareciera que el dolo no fuera su asunto ni competencia de la comunidad cuyos hijos en muchos casos acuden al propio lugar de los acontecimientos. “Es un asunto del Ministerio de Educación”; “ellos deben restituir el equipo que se llevaron”.
Es un problema que en el devenir histórico no se ha podido meter en la mentalidad de la sociedad. Las escuelas no son del Gobierno; le pertenecen al país, a cada familia, a cada ciudad, urbanización. Cuando una población no tiene escuela, sale en manifestación. Si roban el instrumental docente, se movilizan en caravana a pedir les restituyan con nuevo equipamiento; pero no se toman acciones para poner fin al hurto e ir contra los cacos.
Es absurdo saber cuántas veces han asaltado el edificio de la primaria República de Haití sobre la principal avenida de la ciudad. Duele saber el daño que le han hecho a cada muchacho que estudia allí y a otros en sitios similares donde se sucederán estos ilógicos actos.