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- 15/12/2020 00:00
Carlos Arrieta de la Hoz o la educación con disciplina
Transcurría el año 1968 cuando ingresé al Instituto Nacional, primer año C. En aquel tiempo, se distribuían los alumnos, en primer año, por las calificaciones obtenidas en la escuela primaria. Eran 28 primeros años y, a todos, se nos daba la misma educación, con los mismos profesores.
No recuerdo a mi consejero, recuerdo a Charpentier en Música, Méndez Mérida en Español con su donación los lunes al Óvulo de San Pedro, al profesor José Lavergne de Ciencias, que me regañó por estrecharle la mano al esqueleto que tenía en el salón de clases, pero el más curioso y fuera de época era el profesor de Educación Física, Ángel Jaén, un señor de cierta edad que, al ordenarnos para marcar el paso, sacaba la libreta de calificaciones, que se la guardaba entre el cinturón y la espalda, y, a todos aquellos que nos equivocábamos, nos daba en la cabeza de libretazos hasta que retomáramos el ritmo, con el cantado: “marca el paso, marca el paso, marca el paso”, y cada una de esas oraciones iba acompañada de un libretazo. Claro está, nadie lograba, con semejante disciplina, volver a marcar el paso, pero, estaba prohibido quejarse.
Era feliz, mi tía, la profesora Paula de Ramírez, regentaba la cafetería, tenía, todos los días, el mejor desayuno estudiantil. Ahí, a temprana edad, me di cuenta de la desigualdad entre mis compañeros. Desayunaba tortilla, huevo, jamón y jugo o leche, mis compañeros de salón, en cambio, lo que podían comprar con lo poco que les daban sus padres. Terminé comiendo dos tortillas y más jamón, para poder repartirlo. Muchos pensaban que teníamos fortuna, era hijo de inmigrante, pintor, pero de brocha gorda y de una maestra de pueblo. Las apariencias y circunstancias engañan.
Pero volvamos a nuestro personaje.
Soy hombre de estatura, que catalogo, casi de enano.
La primera vez que vi a Arrieta, porque entre alumnos siempre se tutea al profesor, era un gigante, nosotros ni siquiera iniciábamos el desarrollo. La mayoría estábamos en los trece años.
Hombre impecable, siempre con traje, como se les exigía a los educadores, nunca despeinado, siempre afeitado, no usaba bozo, zapatos limpios, como su salón de clases y todo en orden.
El salón de clases estaba ubicado en el pabellón que limita con la cancha de deportes, último piso, a la mano derecha de las escaleras, con vista al cerro Ancón y con la tortura del olor a café que, todas las tardes, una fábrica cercana tostaba.
El que diseñó el salón de clases, nunca lo hizo pensando en mí.
Tu casa dice de tu personalidad.
Había 28 sillas en el salón de clases, todas de madera, clavadas sobre tiras de madera, de tal forma que, entre una y otra, estaba el mismo espacio y, entre fila y fila, se media el mismo espacio para caminar y para la separación prudencial de ellas y el pupitre. Veintiocho bancas, veintiocho letras del abecedario, no hay más letras, no hay más bancas, no hay más espacio.
En aquel tiempo, no había hacinamiento en los salones de clase, por eso, había condiciones para una buena educación.
Me sentía feliz, porque, al llamar para los interrogatorios académicos, era el último en llamarme, mi apellido es con Z.
Con Arrieta, la lógica no caminaba. Ni eso ni otras cosas.
En el salón de clases, se llegaba temprano, se hacía fila, se hacía silencio, se ocupaba el puesto asignado, de acuerdo con la primera letra de tu apellido, iniciando la primera letra, con el primer puesto de la primera fila; las tareas, el día asignado, los ejercicios, el día asignado, no había lugar para desorden, indisciplina ni excusas. Siempre, de él hacia nosotros, el contenido de su materia y, como mago que saca un conejo del sombrero, de pronto, en medio de su exposición y en forma oportuna, una frase, un lema, un pasaje, una observación patriótica y nacionalista. ¡Qué gran viejo para querer a Panamá!
Del viejo que nos daba libretazos por no marcar el paso, también estaba la disciplina escolar, el timbre sonaba, en menos de cinco minutos, debías ir del salón donde estabas dando clases al que te tocaba ahora. Del orden en la escuela, los inspectores se encargaban.
Con Arrieta, esa disciplina se aplicaba y la aplicaba. En el salón de clases, cada cual tenía asignada una banca, de acuerdo con la primera letra de tu apellido. El alumno que tenía clases con él, al llegar al salón, y encontrar la banca asignada a él rayada y no decía nada, si el que le sucedía en la próxima hora, señalaba el daño, el que antecedía, pagaba por tonto, por no haber hablado. Si había un papel en medio de las bancas, los cuatro, de las cuatro bancas pagaban, había orden. Veintiocho letras, veintiocho alumnos, veintiocho bancas, no había para más, ni espacio.
El que construyó el Instituto Nacional, nunca pensó en mí. No recuerdo, si eran dos o tres clases de Geografía por semana, había que ir. Había un alumno, que había repetido la materia, era especial, daba una vez por semana con nosotros esa materia, a esta distancia del tiempo, no me interesa su apellido, el día que daba clases con nosotros, él ocupaba el puesto, de acuerdo con la primera letra de su apellido, al correrse las posiciones, el último (yo), quedaba sin silla. Como en Educación Física, no había derecho a quejarse, a esa hora, en la esquina de atrás, del lado derecho, tenía que recibir la clase de pie, no había más bancas, no había más espacio y no había espacio para el desorden de buscar una silla en otro salón y luego llevarla y con ello fomentar el desorden.
No sé por qué, a mitad de año, apareció una silla al lado de su pupitre, solo en esa hora, luego de una excelente conversación con mi tía.
Lo que sí puedo asegurar, de pie o sentado, había que estudiar.
No sé por qué, a pesar de la disciplina, todos lo respetaban y lo querían.
Extraordinario personaje.