Así lo confirmó el viceminsitro de Finanzas, Fausto Fernández, a La Estrella de Panamá

Generalmente, se considera a la “Carta Magna”, que los nobles ingleses impusieron al rey Juan Sin Tierra, en el año 1215, como la primera Constitución, y como tal se la cita en la mayoría de los textos de la materia. Pero ese instrumento no estaba destinado a reconocer y menos a proteger los derechos del pueblo llano. El objeto de los nobles ingleses era garantizar y proteger sus privilegios feudales de los excesos reales.
El constitucionalismo que se desarrolló durante el siglo XIX, tanto en Europa como en América, en cambio, tuvo y tiene como sustentación ideológica la prevalencia de los derechos de los ciudadanos, mediante la limitación de los poderes de los gobernantes, con base en la regla generalmente aceptada de estos solo pueden hacer lo que la Constitución y las leyes expresamente los autorizan, mientras que los gobernados pueden hacer todo aquello que estas no le prohíban.
Siguiendo un patrón las constituciones latinoamericanas, incluida la nuestra, después de dedicar los dos primeros títulos a definir al Estado y precisar las reglas sobre la nacionalidad, el Título Tercero se ocupa de los “Derechos y deberes individuales y sociales”, para recalcar, en el artículo 17, que “Las autoridades de la República están instituidas”... “Para asegurar la efectividad de los derechos y deberes individuales y sociales, y cumplir la Constitución y la Ley.”
Y antes de ocuparse, en los Títulos V, VI y VII de los órganos del Estado, para precisar sus funciones, obligaciones y los límites de sus competencias, con sentido lógico los precede del Título Cuarto dedicado a los Derechos Políticos, ya que es mediante el ejercicio de estos que los ciudadanos deciden a quiénes y con sujeción a qué condiciones delegan, de manera temporal, la responsabilidad de gobernar.
En síntesis, las constituciones han evolucionado para dar primacía de la soberanía popular, los derechos humanos y para garantizar los derechos individuales y sociales, a la par que ubican a los poderes públicos en su condición de mandatarios, subordinados al mandato popular.
De acuerdo a la mayoría de las constituciones actuales, el acto de delegación se materializa en los torneos electorales periódicos que, en el caso nuestro tiene lugar cada cinco años. Y se supone que de estos debe emerger un mandato que refleje la voluntad de la mayoría de la ciudadanía; sin embargo, esto no es siempre así. Sí lo es en los casos en que los sistemas electorales exigen que los elegidos deben recibir la mayoría absoluta de la votación popular o que, como mecanismo de convalidación, si ninguno de los candidatos alcanza esa mayoría, los dos candidatos más votados concurran a una segunda vuelta.
Pero en sistemas como el que nos rige, al haberse interpretado mediante su reglamentación legal, en el artículo 447 del Código Electoral, que “será proclamado ganador de las elecciones el candidato o candidata que hubiese obtenido el mayor número de votos”, como ha ocurrido, han resultado elegidos candidatos que han superado la mayoría absoluta (Endara y Martinelli) y, también presidentes, con mayorías relativas muy minoritarias que apenas superaron el tercio de los votos válidos (Pérez Balladares, Cortizo y Mulino).
Como consecuencia de esa distorsión electoral, los gobiernos que presidieron y presiden, han sido más o menos representativos de la voluntad popular y en esa misma medida esos grados de representatividad se han evidenciado en la respuesta a sus decisiones al frente del gobierno y que, como las circunstancias actuales están comprobando, pueden lanzar a la sociedad gobernada a una vorágine de confrontaciones de impredecibles consecuencias.
La clave para que pueda haber gobiernos viables es que estos cuenten de partida con una representatividad mayoritaria o que estos, cuando no la lograron en las urnas, sepan construirla, mediante el diálogo y la concertación. Pero, en el caso del gobierno en funciones, es evidente que ese no es el camino por el que optó transitar.
Una futura reforma constitucional debe introducir, expresamente, en nuestro sistema electoral la exigencia de que los mandatarios sean electos por mayoría absoluta de los votos y la doble vuelta como la alternativa para los casos en que ningún candidato llegue a ese porcentaje.
Y, también sería saludable que se volviera a los mandatos de cuatro años o que, si se decidiera mantenerlos en los cinco años, se considere seriamente institucionalizar el referendo revocatorio obligatorio a la mitad del período presidencial.