Así lo confirmó el viceminsitro de Finanzas, Fausto Fernández, a La Estrella de Panamá
- 26/01/2021 00:00
El último adiós: sombra y boato virreinal
La muerte ha sido, en todas las culturas, la gran preocupación del hombre. Su significado es el reto más profundo al que se enfrenta la humanidad. La concepción más generalizada sobre la muerte que tenían los habitantes virreinales de Panamá y del Perú era la de la visión cristiana-católica, la cual la define como la transición de la vida temporal a la vida eterna. La inseguridad de los creyentes en cuanto a merecer la vida eterna creaba una verdadera incertidumbre. Al respecto, la doctrina cristiana habla de un juicio particular y otro universal llevados a cabo por Dios; en ellos se hace un justo examen de la vida y obra del individuo; el primero, inmediatamente después de su muerte y el segundo, al final de los tiempos (Lagunas, 2010).
En la América española el carácter y la disposición de los funerales expresaba el rango social de la persona a quien se rinde las exequias (Ramos, 2005). Amortajar y asear el cadáver era una tradición muy antigua; durante la época virreinal los varones más connotados de la sociedad colonial preferían ser enterrados vistiendo el hábito de san Francisco mientras que las damas elegían el hábito de la Nuestra Madre y Señora de la Merced según lo afirman Bribiesca (1994) y Lagunas (2010) luego de examinar un importante número de disposiciones testamentarias de Nueva España (México) y de Panamá. En el Virreinato peruano la preferencia al vestir el último traje era por el hábito de santo Domingo. Tras el amortajamiento, el cadáver se colocaba en un ataúd y se le exhibía por lo menos un día, después de ser velado se llevaba a la iglesia para la misa de cuerpo presente y enseguida se le trasladaba al cementerio. El día previo al entierro, la casa del finado era visitada por amigos, familiares, vecinos, sirvientes, indígenas y esclavos que presentaban sus condolencias a los deudos y oraban alrededor de él (Aries, 1984; Carse, 1987). En el ataúd el cuerpo era acostado boca arriba, con las manos cruzadas sobre el pecho y el rostro usualmente descubierto.
La ubicación de los cadáveres dentro del cementerio estaba claramente normada, así, el sitio iba de acuerdo con la condición económica, política y social del fallecido, tanto de civiles como de religiosos. Se dispuso que las sepulturas de los clérigos fueran separadas de la de los laicos y también los sacerdotes de los clérigos de orden inferior, asimismo los cuerpos de los niños bautizados de los demás difuntos laicos (Regatillo, 1959; Barriga, 1992).
Los funerales de caciques o autoridades indígenas presentaban variantes respecto al rito que se acaba de describir. La historiadora G. Ramos (2005) examinó más de 500 testamentos otorgados por curacas con rango y prestigio social en Lima y Cuzco entre 1560 y 1670, determinando que se les era permitido ser enterrados con sus pertenencias más queridas –no necesariamente las más valiosas–, acción que coincide con lo relatado por los cronistas Cieza de León, Juan de Betanzos, Garcilaso de la Vega y el agustino Ramos Gavilán (Prado Pastor, 1988). Los Concilios Limenses impulsados por Toribio de Mogrovejo, más tarde elevado a los altares por su santidad, definieron las reglas para los entierros; estos dispositivos también rigieron en Panamá que, en esa época, estaba eclesiásticamente ligado al Virreinato peruano. Las medidas adoptadas para los funerales de estas autoridades indígenas y de personajes de las élites nativas permitieron manifestaciones en donde reivindicaban su autoridad y poder local a pesar de la sumisión al orden que les imponía la Corona. Respecto al amortajamiento del cadáver con el hábito de san Francisco en el siglo XVII se produce un cambio hacia el hábito de santo Domingo en el siglo XVIII y, cuando no se recurría al hábito de alguna orden religiosa, se utilizaba una mortaja de tela llana, de preferencia blanca o crema (Ramos, 2005). En lo que no tuvieron éxito las diócesis indígenas y sus predicadores fue en la tarea de disuadir a los deudos y allegados del difunto de no ofrecer una generosa comida –con cantos y música– al día siguiente del entierro, por lo que hubo que tolerarse la incorporación de esta costumbre en las versiones locales del catolicismo andino virreinal. Muchos poblados de los Andes la practican hasta hoy. El historiador español Martínez Gil (1993), en su estudio sobre la muerte en España durante la época de los Austrias, indica que el banquete funerario también acontecía en Castilla, aunque no se pretende afirmar aquí que una costumbre deviene de la otra.
Investigadores como Lohman (1941), Barriga (1992) y Ramos (2014) consideran que el trato flexible dispensado a las autoridades indígenas al momento de sus funerales, particularmente en el sur del Perú, habla de la distinta calidad e importancia de las alianzas forjadas entre las élites española y aborígenes en sus respectivas regiones, expresiones de un sincretismo que tuvo manifestaciones diferentes en México o Panamá. Ante la sombra de la muerte, el boato virreinal se impuso al momento del último adiós.