• 02/05/2021 00:00

El antintelectualismo en tiempos de pandemia

“Después de más de un año de pandemia, la sociedad debe reconocer el vital papel que ha jugado la ciencia en sus investigaciones y advertencias”

El antintelectualismo es una conducta social caracterizada por el irracional antagonismo a las opiniones de expertos en temas específicos. Antes de la pandemia, este fenómeno parecía infrecuente e irrelevante en América Latina, siendo usualmente observado en personas menos educadas, fanáticos fundamentalistas, políticos populistas, conservadores de extrema derecha o en algunos profesionales nihilistas que arrastran un cúmulo de frustraciones ideológicas o académicas. Conceptos de “terraplanismo”, anti cambio climático, antivacunas, anti empresas farmacéuticas y de conspiraciones diversas, han formado parte del irracional potpurrí argumentativo. Este anormal comportamiento se exacerbó con creces durante la pandemia, manifestándose como negación a la existencia del coronavirus, complot de la OMS y Bill Gates para fines maquiavélicos, creación del virus como arma de bioterrorismo, aversión al empleo de mascarillas y confinamientos, realce de espurias panaceas farmacológicas o remedios herbáceos, más una plétora de desvaríos mentales adicionales.

Una reciente publicación de investigadores canadienses (Nature Human Behaviour, abril 2021) analizó una encuesta practicada en más de 28 mil ciudadanos para explorar el rol del antintelectualismo en el cumplimiento de las medidas de mitigación durante la pandemia y en la portación de mitos relacionados al SARS-CoV-2, a las terapias eficaces de la COVID-19 o a las vacunas preventivas. Los resultados mostraron una contundente correlación entre el pensamiento negacionista y la falta de adherencia a las directrices sanitarias o a las recomendaciones de científicos en la toma de decisiones gubernamentales. Esta corriente conductual tuvo muchos seguidores entre partidarios de Trump y de Bolsonaro, con los consabidos estragos en cifras de hospitalización y muerte, tanto en Estados Unidos como en Brasil. Los autores concluyen en que debe haber una simbiosis entre individuos de ciencia y comunicadores responsables para que mensajes adecuados lleguen claramente a la mayor parte de la población, particularmente porque la libertad de desinformación puede llegar a ser nefasta en el campo de la salud pública.

Después de más de un año de pandemia, la sociedad debe reconocer el vital papel que ha jugado la ciencia en sus investigaciones y advertencias. En menos de 12 meses, las vacunas, herramientas biotecnológicas extraordinariamente sofisticadas, seguras y eficaces, se han convertido en la luz para salir del angustioso túnel. Se multiplicaron los recursos diagnósticos, se elaboraron modelos epidemiológicos para predecir la dinámica de la epidemia, se diseñaron algoritmos genómicos para delinear las variantes virales, se construyeron bases digitales de datos para diseñar políticas públicas, se mejoraron los tratamientos hospitalarios y se siguen desarrollando nuevos medicamentos, ahora sí de probada utilidad. No hay un solo instrumento tecnológico que se esté utilizando actualmente que no se haya derivado del conocimiento científico.

Aunque las dudas y desconfianzas en la ciencia son respetables, existen muchas razones para darle crédito, porque representa una disciplina que va evolucionando y perfeccionando su sabiduría en la medida que se generan nuevas y mejores evidencias. En efecto, puede haber discusiones filosóficas sobre sus hipótesis y métodos de verificación, sobre la importancia de la observación empírica y de los límites de la experimentación, sobre la gradualidad y trascendencia del método científico, sobre las implicaciones éticas de los hallazgos, etcétera, pero el éxito de la ciencia a lo largo de la historia de la humanidad está fuera de toda duda. La ciencia no pide que confíen ciegamente en ella por razones de autoridad. Lo solicita porque la dinámica de sus acciones asegura una revisión permanente por parte de una comunidad experta que busca detectar el error, porque el conocimiento que genera está construido en permanente confrontación con referentes externos.

La ciencia posee un cuerpo de conocimiento amplio y robusto. Los esquemas de inmunización, por ejemplo, son resultado de un entendimiento acumulado sobre lo que sucede cuando un microbio nos invade, cómo reaccionamos durante la infección o la enfermedad, cuáles vías celulares y genéticas se activan, qué células de memoria inmunológica se activan y un sinfín de detalles conexos. La ciencia es humilde por esencia, porque siempre insiste en la temporalidad de sus afirmaciones y esta aparente inseguridad es precisamente el motivo más poderoso para confiar. Solo quien es curioso y escéptico revisa sus conclusiones y las confronta. Los dogmas jamás se modifican, la ciencia lo hace permanentemente y es así como progresa. En lo que llevamos de pandemia ha habido varios cambios en las recomendaciones que estaban sustentadas en la información científica existente, pero que cambiaron cuando se entendió mejor algo que no se comprendía antes y se fueron disipando las incertidumbres. Las conclusiones de la ciencia son producto de un esfuerzo colectivo, de un consenso que se alcanza mediante un proceso de revisión, debate, confrontación y validación entre pares expertos que difieren en puntos de vista, en interpretación y deducción de observaciones. Esos consensos no son simples opiniones mayoritarias, sino acuerdos sobre cuáles son las argumentaciones que mejor explican la realidad, con base en la calidad de sus fortalezas.

Ya lo había advertido varias décadas atrás el científico Isaac Asimov: “El antiintelectualismo es una constante que ha ido permeando nuestra vida política y cultural, amparándose en la falsa premisa de que democracia quiere decir que «mi ignorancia vale tanto como tu conocimiento».”. Vivimos la cultura de la ignorancia y, para colmo, presumimos de ella…

Médico e investigador.
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