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- 30/04/2021 00:00
Hace 25 siglos
Norberto Bobbio, entre 1975 y 1976, impartió, en la Universidad de Turín, un curso dedicado a la teoría de las formas de gobierno. Allí, dio cuenta a sus discípulos de la célebre discusión entre tres personajes de la Persia del siglo VI a. C. El debate, plasmado originalmente por Heródoto en sus Historias (libro III -80-82), se vinculaba directamente con los discursos que ofrecieron Otanes, Megabizo y Darío, sobre el tipo de gobierno que se tenía que imponer en la Persia de aquellos tiempos, una vez ocurrió la caída del tirano Cambises.
En defensa de la Democracia, Otanes propuso la necesidad de entregarle el poder al pueblo persa. “Me parece que ninguno de nosotros debe ser hecho monarca: sería una cosa desagradable e injusta. Pero ¿cómo podría ser cosa ordenada un Gobierno monárquico, si al monarca le está permitido hacer lo que quiera sin responder ante nadie? La monarquía haría salir incluso al mejor de los hombres de su norma natural, cuando tuviese tal poder. La posesión de grandes riquezas genera en él la prepotencia, y desde el inicio, la envidia le es connatural; y, teniendo esas dos cosas, tiene todavía la maldad: en efecto, realiza las acciones más reprochables, unas dictadas por la prepotencia y otras por la envidia. Odia a los pocos buenos que han quedado, se complace con los peores, presta gran atención a las calumnias. Y lo más absurdo de todo: si en efecto lo admiras mesuradamente, está apesadumbrado, porque no es muy bien honrado; y si alguno lo honra mucho, está molesto como un adulador. En cambio, el Gobierno del pueblo, conlleva la igualdad de derechos políticos y los que ejercen los cargos públicos, son obligados a rendir cuentas del ejercicio del poder”.
Por su parte, Megabizo, al promover la Oligarquía, sostenía: “Lo que Otanes dijo para abolir la monarquía, eso también queda dicho por mí; pero lo que aconsejaba: conferir el poder al pueblo, se ha apartado de la mejor opinión, pues nada hay más obtuso y prepotente que una multitud inepta. Y ciertamente, de ninguna manera es aceptable que unos hombres, huyendo de la insolencia de un tirano, caigan en la insolencia de un irresponsable populacho. Pues, si aquel hace algo, lo hace dándose cuenta; pero a este ni siquiera le es posible darse cuenta. Pues, ¿cómo podría darse cuenta quien no ha sido instruido ni ha visto ningún bien, y se precipita lanzándose, sin inteligencia, sobre los acontecimientos, semejante a un tormentoso río? Así pues, válganse de la democracia aquellos que piensan hacer daño a los persas; pero nosotros, habiendo elegido a un grupo de los mejores hombres, invistamos a estos con el poder, ya que en ellos estaremos nosotros mismos y es natural que de los mejores hombres sean las mejores decisiones”.
Y, finalmente Darío, quien era impulsor de la Monarquía sostuvo: “Lo que dijo Megabizo acerca del gobierno popular me parece haberlo dicho correctamente, no así lo concerniente a la oligarquía. Pues, propuestas tres cosas y siendo todas muy buenas en principio, es decir, la mejor democracia, la mejor oligarquía y la mejor monarquía, afirmo que esta es muy superior. Pues, nada mejor podría aparecer que un solo hombre, el mejor; ya que, utilizando tal criterio, administraría intachablemente al pueblo. En una oligarquía, entre quienes practican la virtud para el bien público, es fácil que nazcan graves enemistades personales; cada uno de ellos quiere ser el jefe y hacer prevalecer su opinión, por eso ellos llegan a odiarse recíprocamente. Y a la vez, cuando el pueblo gobierna, es imposible que no se origine la corrupción en la esfera pública”.
Está claro que, en la búsqueda antigua de la forma de gobierno, se expresa la necesidad de unidad y de equilibrio referida indivisiblemente a la sociedad y a sus poderes públicos. La forma de gobierno buscada no presupone por ello ninguna “soberanía”, y menos aún un “Estado”, se refiere simplemente a un sistema de organización y de control de los diversos componentes de la sociedad históricamente dada, construido para dar eficacia a las acciones colectivas, y para consentir, así, un pacífico reconocimiento de la común pertenencia política.
Desde el mundo contemporáneo, se defiende la tesis de la primacía democrática sobre las demás formas de convivencia social y política. Por ende, los discípulos de Otanes, Megabizo y Darío, hoy tendrían que debatir, necesariamente, sobre la forma como se ha degenerado el sistema de gobierno democrático hasta el punto de perder su propia esencia. Precisamente, esta degeneración se produce cuando irrumpen en la vida democrática los siguientes acontecimientos: la anulación o invisibilidad del pueblo como titular del poder soberano, la crisis de representatividad de los partidos políticos, la falta de cultura ciudadana, la corrupción de los poderes del Estado, la injerencia ilegítima de los factores reales de poder en la política, o como lo llamaba Gramsci, “El Bloque Histórico”, que significa en la dinámica de la vida en sociedad, la conformación de solidaridades de grupo por encima de los intereses de la nación o, en el peor de los casos, la imposibilidad institucional para cumplir con las expectativas que justifican y legitiman el sistema político.
Ya lo decía Zigmunt Bauman: “La modernidad significa muchas cosas, y su advenimiento y su avance pueden evaluarse empleando diferentes parámetros. Sin embargo, un rasgo de la vida moderna y de sus puestas en escena sobresale particularmente como (diferencia que hace toda la diferencia) atributo crucial del que derivan las demás características. Ese atributo es el cambio en la relación entre espacio y tiempo”. No obstante, me atrevería a aseverar que, si bien, somos capaces de afectar la relación entre espacio y tiempo, los problemas que hace veinticinco siglos debatían aquellos tres ilustres ciudadanos persas aún no han sido resueltos por la modernidad.