Con motivo de la mesa de negociación para fijar el nuevo salario mínimo, vale la pena detenerse y preguntarnos a quién protege realmente esta política. Aunque muchos repiten que el salario mínimo “defiende al trabajador”, esta frase suele esconder más confusión que claridad.
Como su nombre indica, el salario mínimo establece el menor ingreso que debería percibir una persona. En teoría, este mecanismo debería aplicarse principalmente a trabajadores sin experiencia o cuya productividad marginal del trabajo es baja. Sin embargo, en Panamá se ha impulsado la idea de que el salario mínimo debe cubrir todo tipo de necesidades —incluso aquellas que no son realmente necesidades—, convirtiéndolo en una herramienta para imponer resultados en lugar de permitir acuerdos voluntarios.
Los colectivistas suelen afirmar que el empresario panameño es egoísta y busca apropiarse de la “plusvalía” del trabajador, una idea heredada de Marx, quien creía que el valor de un bien está determinado por el trabajo que contiene. Bajo este argumento, el salario mínimo sería una defensa ante el “empresario perverso”. Pero incluso aceptando que existen malos empresarios, el argumento de que el salario debe subir para “proteger al trabajador” no resiste un análisis básico.
La pregunta clave es: ¿a cuál trabajador busca proteger el salario mínimo? ¿Al que ya tiene empleo o al que aún no logra conseguir uno?
Quienes defienden aumentos a $900 o más, rara vez pueden responder con claridad a esta pregunta, y es lógico: el discurso se enfoca en “el trabajador” como alguien homogéneo, pero las consecuencias del salario mínimo no afectan a todos por igual.
Si el salario mínimo se eleva por encima de la productividad marginal del trabajador menos productivo, ese trabajador se vuelve una pérdida para la empresa. Y, como en cualquier intercambio voluntario, nadie paga más por un bien o servicio de lo que cree que vale. Esto no tiene nada que ver con ser “perverso” o “explotador”; es simplemente cómo funcionan las decisiones racionales cotidianas de cualquier consumidor.
Por eso, cuando el salario mínimo sube, no protege a los trabajadores más vulnerables o sin experiencia, sino a quienes ya están por encima de ese umbral de productividad. En otras palabras, protege a los empleados actuales a costa de los desempleados, quienes enfrentan una barrera de entrada aún más alta.
En muchos países europeos u oceánicos, donde la productividad marginal es significativamente mayor, los aumentos del salario mínimo no generan desempleo porque la mayoría de los trabajadores ya productivos lo superan. Pero en países como Panamá, donde la productividad y la competitividad no avanzan al mismo ritmo, los aumentos del salario mínimo sí excluyen a quienes más necesitan una oportunidad.
Además, el salario mínimo rompe con la relación libre y voluntaria entre empleadores y trabajadores. Pone al Estado como árbitro de condiciones que deberían surgir de acuerdos mutuos. Esto termina perjudicando precisamente a quienes dice proteger: personas que estarían dispuestas a trabajar por un salario inicial menor para adquirir experiencia y luego progresar.
Como resultado, muchos se ven obligados a entrar en la informalidad —donde no existen protecciones y sí puede haber abuso real—, a depender del Estado o, en el peor de los casos, a caer en redes de delincuencia que explotan su necesidad.
Esta es la realidad que rara vez se quiere discutir: el salario mínimo no protege al más débil. Protege a un grupo específico —los que ya están empleados y tienen mayor productividad— frente a quienes buscan entrar al mercado laboral y progresar. Y lo hace usando la fuerza del Estado para restringir la competencia y los acuerdos voluntarios.
La narrativa suena noble.
Las consecuencias son profundamente injustas.