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De autodenominado “presidente más cool” a “dictador más cool”, ha sido el tránsito del presidente Nayib Bukele desde junio de 2019. En el mes de febrero de 2020 el presidente Bukele desafió al poder legislativo, arropado de oficiales de la policía y militares, irrumpe en la Asamblea Legislativa, sentándose en la silla del presidente parlamentario manifestando estar amparado por un derecho divino, ordenando el inicio de la sesión. En lo personal, me saltaron las alarmas.
Acción que marcó no solo un precedente, sino que dio señales claras de las verdaderas intenciones de poder. El tiempo y las actuaciones del presidente salvadoreño ha demostrado que había motivos para preocupación. Lamentablemente, no hubo lectura ni reacción en la sociedad salvadoreña ni de las organizaciones internacionales.
Paso a paso, el poder se concentra peligrosamente en una sola persona, con lo cual, observando y comparando las actuaciones del presidente Bukele con las de Daniel Ortega en Nicaragua o Hugo Chávez en Venezuela, dejan de existir las diferencias. Con la agravante de que esta tendencia autoritaria pudiera terminar siendo una pandemia que contamine el continente.
Luego de una gestión relativamente eficiente y de su lucha abierta contra las denominadas maras (pandillas) y lograr reducir los índices de criminalidad a niveles históricos, logra entonces ganar las elecciones legislativas de febrero de 2021 obteniendo 2/3 de la Asamblea.
En mayo del mismo año, aprovechando esa mayoría en la Asamblea (67 de 84 diputados), logra destituir y reemplazar a cinco magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, tomando así, también, el control del poder judicial.
Esto hizo que la nueva Sala Constitucional, afín al presidente Bukele, le permitiera volver a postularse, a pesar de que la norma pétrea de la Constitución se lo impedía. Ante este escenario, la comunidad internacional nuevamente guardó un silencio cómplice, dejando solos a los salvadoreños, permitiendo que el presidente Bukele avanzara en su plan personal, el poder absoluto.
Para afianzar el plan, en marzo de 2022, vía Twitter, solicita a la Asamblea Legislativa aprobación de un régimen de excepción, el cual se ha mantenido hasta hoy (van 41 prórrogas consecutivas). En junio de 2023 se ejecuta un rediseño electoral, con menos municipios, menos diputados y nuevas reglas electorales que benefician a su partido Nuevas Ideas.
Con este nuevo diseño a la medida, más el control político de todas las ramas del poder y las instituciones, es reelecto en febrero de 2024. De los más de 6,2 millones de salvadoreños habilitados para votar, el presidente Bukele obtiene algo más de 2,7 millones, es decir el 43 % del universo electoral, lo cual deja claro que 6 de cada 10 salvadoreños no le votaron.
En abril de ese mismo año cambia la Constitución para eliminar la exigencia de que los cambios constitucionales debían ser aprobados en dos legislaturas consecutivas. Era claro hacia dónde transitaba y, nuevamente, la comunidad internacional guarda silencio.
En mayo de este año se aprueba la ley de agentes extranjeros, que restringe a medios y organizaciones no gubernamentales, y en paralelo se intensifica la persecución y detención a los críticos del presidente, se cierran varias organizaciones no gubernamentales y salen al exilio varios periodistas.
Todo ese recorrido culmina el 31 del pasado mes, cuando la Asamblea Legislativa aprueba de manera exprés los cambios constitucionales que permiten la reelección indefinida; alargan el periodo presidencial a 6 años; elimina la segunda vuelta y el financiamiento estatal a los partidos políticos, y se retiran del Parlamento Centroamericano.
En junio pasado, en discurso el presidente salvadoreño anunciaba hacia dónde se dirigía, al decir que le tiene sin cuidado que lo llamaran dictador y, además, sostuvo que conceptos como “democracia, institucionalidad, transparencia, derechos humanos, Estado de derecho, suenan bien [...] pero son términos que solo se usan para tenernos sometidos”.
Nayib Bukele llegó al poder prometiendo eliminar la corrupción con dos ofertas centrales: que el dinero alcanza cuando nadie roba, y que quienes robaron tendrían que devolverlo. Pero su gobierno no solo mantuvo la partida secreta, esa caja negra, sino que creó cuatro más.
Para protegerse, se implementó un celoso secreto a casi toda la información pública y la concentración del poder para evitar ser fiscalizado.
Ahora con la careta abajo se evidencian las verdaderas intenciones. Y tanto los ciudadanos salvadoreños como los organismos internacionales, pareciera que continúan mirando para otro lado.
Quizás sea bueno aplicar el viejo adagio popular de: “Cuando veas las bardas de tu vecino arder, pon las tuyas en remojo”, así se evita que la infección del autoritarismo contagie al continente.