• 22/11/2025 00:00

Anclados en la inercia del ser

¿Qué no se ha dicho sobre la corrupción que no se sepa ya?Es un hecho que la corrupción es uno de los males perpetuos de la política nacional. Sin embargo, aunque se trata de un problema real que carcome a la nación, la lucha por erradicarla no parece serlo tanto. Desde hace décadas, el país vive en un círculo vicioso: se denuncian los escándalos, se anuncian comisiones, se redactan diagnósticos, pero las soluciones quedan atrapadas en el mismo pantano político que las origina.

La pregunta se impone: ¿cómo combatir un mal tan enraizado en la política local si se promueve la percepción de que no se necesitan nuevas leyes y se niegan herramientas esenciales al Ministerio Público? Esta postura condena a la nación, permitiendo que las actuales deficiencias del sistema sigan facilitando la impunidad de los corruptos. Cada vez que una reforma anticorrupción se frena, no solo se paraliza un documento legislativo: se interrumpe la posibilidad de construir instituciones más justas y una administración pública más transparente.

Esta contradicción de voluntades quedó crudamente expuesta en días pasados con el reciente revés legislativo. Fueron específicamente dos proyectos de ley impulsados por el Procurador de la Nación, Luis Gómez Rudy, los que quedaron paralizados. Uno de ellos era el Proyecto de Ley N.° 291, que buscaba establecer la crucial Ley General Anticorrupción. El segundo, el Proyecto de Ley N.° 292, proponía modificar el Código Penal para aumentar las penas por delitos contra la administración pública.

Ambas iniciativas, presentadas por el máximo representante de la acción penal pública en el país, ni siquiera superaron el primer debate en la Comisión de Gobierno, Justicia y Asuntos Constitucionales. Su rechazo abrupto, con una discusión mínima, demostró una innegable falta de voluntad política para avanzar en las reformas estructurales necesarias para erradicar el cáncer que enferma y debilita nuestras instituciones

La importancia de estos proyectos no era simbólica, sino funcional. No solo habrían provisto un marco integral, simplificando procesos y cerrando lagunas legales de las que se aprovechan los grandes esquemas de corrupción, sino que además enviaban un mensaje disuasorio claro: elevar las penas por delitos contra la administración pública, haciendo que el costo de la impunidad sea mucho mayor que el beneficio del robo, no en mero capricho. Rechazar estos proyectos, tanto desde el Órgano Legislativo como desde el Ejecutivo, equivale a desarmar deliberadamente al Estado en su propia batalla contra el crimen de cuello blanco. Es negarle municiones a los hombres y mujeres que, dentro del sistema, combaten cada día —casi en solitario— una guerra desigual contra la corrupción enquistada en el poder.

Y mientras los legisladores duermen en su inercia, el ciudadano común paga el precio: hospitales sin medicinas, escuelas en ruinas, carreteras que se desmoronan y comunidades que sobreviven con lo mínimo. La corrupción no es una abstracción moral; es una tragedia cotidiana. Es el niño que no recibe sus libros, el enfermo que muere esperando una cama, el agricultor que ve sus productos perderse porque el presupuesto no da para arreglar los caminos.

Así, pues, una vez más, algunos inquilinos del Palacio Justo Arosemena —que durante la campaña electoral se pregonaban como defensores de los derechos, de la decencia, del buen hacer— muestran sus verdaderos colores. No son paladines de la justicia, sino almas ancladas en la inercia del ser. Son ciudadanos ciegos —por ignorancia o por decisión propia— ante la cruda realidad del país.

¿Cómo puede siquiera un hombre negarse a debatir leyes que fortalecen el Estado de Derecho, precisamente en la institución donde más se necesita la voluntad y la capacidad de debatir? Tenemos diputados que rinden culto a la quietud y la inacción, justo cuando es imperativo perturbar el statu quo que protege a quienes abusan del sagrado deber que implica el servicio público.

Las repercusiones de este bloqueo son profundas. La Asamblea Nacional, que por naturaleza debería ser el motor del cambio legislativo y el reflejo de la voluntad popular, se ha convertido en un muro de contención. Al sepultar estas leyes, los diputados no solo rechazaron dos textos, sino que enviaron un mensaje rotundo de impunidad. Esto erosiona la poca confianza que queda en el sistema democrático y valida la noción de que el Palacio Justo Arosemena es un refugio seguro para aquellos que tienen algo que ocultar.

Y es que la oposición al kairós (el momento oportuno para el cambio) es, tristemente, la realidad del país. No es una mentalidad conservadora la que mueve al político panameño; es la supervivencia: la certeza de que el combate contra la corrupción es un ataque directo a su modo de vida y, por ende, debe ser evitado o, en ocasiones, hasta denigrado. Así, los diputados permanecen anclados en la inercia del ser, mientras el país se hunde en la quietud del hacer nada. Ya el país no necesita más discursos sobre transparencia; necesita políticos que actúen con decisión y valentía. Mientras eso no ocurra, la nación seguirá marchitándose en la inmovilidad de quienes debieron moverla.

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