• 17/02/2024 00:00

Del exotismo virreinal a la ciencia de birrete

En el Antiguo Régimen era frecuente que sirviesen de introito a un pedido de promoción de un subalterno

“Un cargamento de pájaros exóticos, una caja con conchas raras [...] era frecuente que sirviesen de introito a un pedido de promoción de un subalterno, o a una solicitud de retorno para casa, hecha por un obsequioso alto funcionario cansado del clima inhóspito de los territorios virreinales” (De Mello, 2012).

Era la cultura de la dádiva usual en el Antiguo Régimen -¿y vigente aun hoy en Latinoamérica?– que valiéndose de la exótica fauna y flora virreinales se esperaba obtener, en reciprocidad, un beneficio tangible, un título o una canonjía, en suma, una mejor posición en la pirámide social de la época. Cuanto más raro o extraño el regalo, mayores eran las expectativas del donante de obtener lo que quería. Ello despertó desde el siglo XVII una riada de artefactos y especímenes que fluyeron hacia la Metrópoli sin más propósito que obtener un servicio. Sin embargo, no se trató de un flujo espontáneo, sino que éste se vio alimentado por la avidez de monarcas y élites adineradas que querían coleccionar “gabinetes de curiosidades”. El Nuevo Mundo aportaba descubrimientos insospechados y muchos querían algo de él en su selección de “naturalia, mirabilia y monstrosa”.

La dádiva “se expresa con mucha frecuencia a través de la idea de ‘amistad’ - respecto del acreedor: significa buena disposición para hacer un favor sin exigencia expresa de devolución -y de ‘respeto’, ‘solicitud’ o ‘consideración’- respecto del deudor: significa buena disposición para hacer servicios futuros e indeterminados” (M’Hespanha, 1993).

El punto de inflexión se alcanzó en la segunda mitad del siglo XVIII cuando la acumulación de ‘objetos, plantas y animales raros’ cedió el paso a una visión menos confusa y más científica en cuanto al análisis y clasificación de esos obsequios. La ciencia ganó en orden y la ‘dádiva’ simplemente cambió de giro, ya no se utilizaron ni animales ni plantas sino minerales en estado natural o pulidos. “La práctica era común en todos los niveles de la jerarquía administrativa y entre los beneficiados con prebendas y monopolios, que, de forma indirecta, de ella participaban” (De Mello, 2013).

Esos funcionarios no imaginaban que, sin proponérselo, estaban generando dos tendencias. De un lado, constituyendo las primeras redes de suministros de especímenes para estudios científicos algo más serios e importantes que la simple acumulación de objetos en “colecciones”. Y de otro, el despertar de lo que De Vos (2007) llamó el “utilitarismo ibérico”, es decir, el uso de la botánica y la zoología para la exploración y explotación de determinados nichos orgánicos con fines estrictamente comerciales.

Ejemplo de una “cadena de suministros” fue la Real Cédula de 1712 que ordenaba que Virreyes, Gobernadores y Corregidores de la América española enviasen a la Península “las cosas singulares de piedras, animales, plantas, yerbas y frutos de cualquier género que no sea común” (De Mello, 2013). Ejemplo de lo que señaló De Vos fue la política de aclimatación de especies que llevó a cabo la Corona con fines económicos.

En 1774 llegó a Madrid el primer tatú bolita (quiquincho) o armadillo (Tolypeutes matacus). En el segundo semestre de 1776 fue enviado desde el Virreinato del Río de la Plata un oso hormiguero o yurumib (Myrmecophaga tridactyla) que, aunque solo sobreviviría seis meses, alcanzaría notoriedad por la descripción que hizo de él el naturalista irlandés J. Talbot Dillon (1781) y por el particular nombre de “oso palmera” con que Juan Bautista Bru, científico y dibujante, lo bautizó.

En 1783, el Secretario de Estado y del Despacho Universal de Indias, José de Gálvez, ordenó al Virrey de Buenos Aires, Marqués de Loreto, que fuesen enviados avestruces americanos (Rhea americana), ñandúes, con el propósito de verificar si las plumas de estos podrían reemplazar aquellas de los avestruces africanos en la fabricación de ornamentos.

En 1786, Teodoro de Croix, Virrey del Perú, envió una partida de 100 guanacos (camélidos andinos de fino pelaje) a México para su aclimatación con fines comerciales y ulterior remisión a Madrid (Ortiz, 1822, citado por De Mello, 2013). Si bien el proyecto fracasó por muerte de todos los especímenes, no deja de ser otro ejemplo de perseverancia del “utilitarismo ibérico”.

Se perfila entonces lentamente el carácter empírico, práctico y utilitario de la tradición científica española durante el Siglo de las Luces, el abordaje es ciertamente economicista y quizás desfasado de las aproximaciones científicas que otros europeos venían aplicando y desconectado del desgaste político interno de la dinastía borbónica. En todo caso fue un proceso que, en el devenir político de una Latinoamérica en efervescencia libertaria, quedaría aún más desacelerado debido a las guerras de independencia.

El autor es embajador peruano
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