• 06/10/2022 00:00

La desalfabetización en el nuevo medioevo

“La ausencia de aprecio por los libros impresos es también una prueba de que la ignorancia marcha triunfante por casi todas partes”

El desprecio por los libros no es una consecuencia del avance tecnológico. Nada tiene que ver el reemplazo de los documentos impresos en papel por sus versiones digitales.

Se trata más bien de una justificación coyuntural para el disfraz de la pérdida gradual del hábito de la lectura. El desacierto cometido contra los libros del Instituto Nacional es solo la punta del “iceberg”. Con el transcurso de los años, el encanto tecnológico y la aparición de las redes sociales han secuestrado la atención de todas las generaciones expuestas a esto. La ausencia de guía y sabiduría ha conducido al facilismo de una lectura ausente de contenido profundo y, por ende, carente de retos cognitivos. Se dice que Panamá sí lee. Eso es un hecho. La pregunta es: ¿qué lee Panamá? ¿Se trata de lectura para crecer en bagaje lingüístico y conocimiento o se trata de lectura para entretener el morbo, para cultivar la maleza del desconocimiento, de la desinformación o del bochinche?

Se ha malentendido tanto el uso de las nuevas herramientas de acceso a la información, que las generaciones “tecnológicas” no atinan a entender qué hay que buscar y cómo hay que buscarlo. Es lo mismo que sucede cuando no se sabe qué buscar y cómo buscar en los libros impresos o en las bibliotecas. Los mejores guías son los mismos de siempre, los docentes y los bibliotecarios. Pero ahora, la batalla no es solo contra la ignorancia. Ahora, se suman a este enemigo la incredulidad, la fe en lo absurdo y la carencia de voluntad.

Cualquier persona, en posición de autoridad, pierde credibilidad, cuando es incapaz de responder interrogantes de cualquier tipo o procedencia. La práctica ha demostrado que la solución no es la graduación y la titulación abundantes, sino la lectura y la investigación inteligentes y universales. Es decir que, sin importar el campo de conocimiento en que se especialice, todo elemento con cargo de autoridad tiene el deber de formarse integralmente. La calidad de su expresión verbal o escrita, la amplitud de su abanico temático, el orden lógico de sus ideas y su certeza semántica dependen de ello. La juventud copia lo que percibe, especialmente si aquello que percibe le ofrece la sensación de seguridad.

La Edad Media o Edad del Oscurantismo se caracterizó por la destrucción de una gran cantidad de documentos y, con ello, la pérdida de conocimiento y de información compilados durante la antigüedad grecorromana. De súbito, la mayor parte de la sociedad quedó sumida en la ignorancia. El control y el acceso a las fuentes del conocimiento y a la alfabetización quedaron en manos de quienes detentaban el poder. Se desarrollaron formas de arte que cumplieron un papel a la vez estético e informativo. Quienes no sabían leer, recibían la información por medio de imágenes.

La presente es una nueva edad del oscurantismo en la que el acceso al conocimiento está a la mano, pero se ignora o se confunde entre la maraña de basura informativa. Se ha cedido el acto corrector a las máquinas que, como tales, son incapaces de reconocer el modo subjuntivo y su uso, entre muchas otras cosas de que solo el ser humano es capaz en cuestión de manejo del idioma. El problema con haber cedido este espacio de autoridad es que, en el presente, la gente se ofende cuando otra gente intenta corregir o hacer alguna observación.

En este nuevo medioevo, la gente no lee textos profundos o que desafíen su abanico léxico o que atenten contra la distorsión semántica o sintáctica. Así, hacen su aparición la pluralidad interpretativa, la reducción del abanico léxico a su mínima expresión, incluso haciendo uso de imágenes, emoticones y emojis, primero porque eso resulta más fácil y rápido que escribir con precisión y compleción. Igual de fácil y rápido, vamos olvidando palabras y formas lingüísticas. El entendimiento de lo que se habla y/o se escribe se hace difícil, porque cada cual sigue sus propias “reglas lingüísticas”, haciendo necesarias explicaciones adicionales en múltiples formas, incluyendo los gestos faciales y los ademanes. Un ejemplo muy sencillo: se le indica al taxista que tome a la derecha. El taxista apunta con la mano, preguntando “¿pa'allá?”, porque necesita confirmar la instrucción verbal.

Al final, no se lee lo que debe leerse, porque no se entiende, y no se entiende lo que debe leerse, porque no se lee.

En el presente, como en la Edad Media, se desestima la existencia de los libros impresos, porque se desestima su utilidad. La ausencia de aprecio por los libros impresos es también una prueba de que la ignorancia marcha triunfante por casi todas partes. Existe una preocupación incisiva por la brecha digital. Eso no está mal. Lo que está mal es que, a sabiendas de las dificultades que enfrentan los sectores más necesitados del país, se destruyan libros que bien pueden usarse como recursos de información y/o de formación de las capacidades de lectura analítica. Los docentes que han estado en áreas remotas pueden atestiguar cuánto valor le da un estudiante a un libro desde el momento en que aprende a leer.

Atrapada está la mayoría de la población nacional en este círculo vicioso que gira como un rito involutivo en torno al sepulcro de los primeros textos consagrados a los dioses del nuevo medioevo, los diccionarios, que ya pocos recuerdan lo que fueron, cómo fueron y para qué sirvieron. Como decía Simón Bolívar: “Nos han dominado más por la ignorancia que por la fuerza”.

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