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- 06/07/2023 00:00
El dilema de la OEA: ¿obsolescencia o reestructuración?
Del Quincuagésimo Tercer Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea General de la OEA, que tuvo como sede a la ciudad de Washington, del 21 al 23 de junio pasados, pueden registrarse cuatro hechos: 1) la notable ausencia, previamente anunciada, de los cancilleres de Brasil, México, Argentina, Colombia y Bolivia, 2) una nueva condena del régimen nicaragüense, 3) el aumento a 93 millones de su presupuesto anual y 4) el homenaje rendido a Jimmy Carter.
En el homenaje al expresidente Carter y su extraordinario legado humanitario, como no podía ser de otra manera, hubo general coincidencia. La nueva condena al régimen de Daniel Ortega tendrá poca trascendencia, habida cuenta de que desde el año 2021 Nicaragua se desvinculó oficialmente como Estado miembro; pero sí es de registrar que, a insistencia de Brasil se suavizó su tono, para incluir una exhortación a dialogar con su Gobierno que, de antemano rehusará hacerlo y seguramente, hasta se mofará de la idea.
La OEA, no es un secreto, arrastra penurias financieras, porque sus Estados miembros, incluidos los mayores contribuyentes, se atrasan en el pago sus cuotas y han acumulado deudas por cerca de 40 millones. Como consecuencia, en varios años se ha tenido que recurrir a contratar financiamientos con bancos del área de Washington, para cancelar los salarios del personal. De los 33 Estados que están obligados a pagar las cuotas anuales (inexplicablemente se sigue incluyendo a Venezuela y Nicaragua), el 90 % corresponde a 6 países: Estados Unidos, 49.6; Canadá 13.6; Brasil, 12.5; México, 8.6; Argentina, 3.25; y Colombia, 2.1. El total de esas cuotas financia el 90 % del presupuesto y, aunque en la OEA no existe, como en la Naciones Unidas, poder de veto y, en principio, existe igualdad jurídica de los Estados, los mayores contribuyentes hacen buen uso del peso que sus aportaciones tienen en el presupuesto.
La OEA, se repite cuando se hace referencia a su historia, es la organización multilateral más antigua, pues se la reputa como creada el 14 de abril del año 1890, en la Primera Conferencia de las República Americanas, convocada por los Estados Unidos y celebrada en Washington. Pero la entidad que nació de esa reunión, la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas, como puede comprobarse al revisar sus acciones y proyecciones, era un instrumento político controlado por Washington, bajo los parámetros de la Doctrina Monroe, que lo financiaba y designó a sus regentes, todos estadounidenses, hasta el año de 1946.
La OEA, como organización de Estados, nació con la Carta de Bogotá de 1948, que la estructuró como existe actualmente. Su primer secretario general fue el expresidente Alberto Lleras Camargo y el secretario general adjunto, Leo S. Rowe, que había fungido como director general de la Unión Panamericana hasta 1946.
Las realidades geopolíticas que existían en 1890, son completamente distintas a las que vivimos en el momento actual. El poder hegemónico que los Estados Unidos construyeron durante el siglo XX y el mundo bipolar que compartieron con la extinguida URSS, actualmente es retado por otras naciones que, como la China Popular, tratan de ampliar y consolidar sus esferas de influencia, tanto política como económica.
Hasta finales de la década de los 50 el continente americano estuvo bajo la influencia indiscutida de los Estados Unidos. Hoy, además, del régimen cubano, también son realidades los regímenes de Venezuela y Cuba y países como México han planteado reemplazar la OEA por una organización, todavía sin definir, de la que estarían excluidos los Estados Unidos y Canadá. Avances en ese sentido, aunque retóricos por el momento, fueron expuestos en la última reunión de la Conferencia de Estados Latinoamericanos y del Caribe, la Celac, que hospedó México.
La OEA actual ha perdido vigencia y degenera progresivamente hacia la obsolescencia y, más temprano que tarde, tendrá que ser reemplazada por una organización diferente, más dinámica y sin burocracias aferradas a rutinas intrascendentes. La Cumbre de las Américas, originalmente promovidas durante el Gobierno Clinton, tampoco ha calado como para ser el foro sustitutivo y eficaz que demandan los tiempos que vivimos.
En las circunstancias actuales, para comenzar a dar pasos en esa dirección, convendría convocar a una Conferencia de Alto Nivel, abierta de todos los jefes de Estado del continente, para escuchar, en un debate franco y abierto, nuevas ideas y que de ella surjan, respetándolas todas, prácticas de convivencia adaptadas a las nuevas realidades que vive el mundo. Desde luego, de salida se deben descartar las retóricas excluyentes o tratar de utilizar ese foro para descargar reclamaciones trasnochadas que, en lugar de acercar posiciones, alimenten las tensiones que solo contribuirían a distanciarlas.
Panamá, por nuestra tradición anfictiónica, debiera ser la que tome la iniciativa para proponerla y promoverse para hospedar esa magna conferencia.