• 15/12/2020 00:00

Dos bandejas

El día iba a ser otro día de 48 horas, o de 72 horas como a veces, en estos meses, me parece que así son de largos los días. Miré a mi alrededor buscando hacer algo diferente a leer, tuitear, hacer lista de lo que falta en la despensa, abrir y cerrar gavetas cuyo contenido ya no desordeno porque no tengo prisa para ir a ninguna parte.

El día iba a ser otro día de 48 horas, o de 72 horas como a veces, en estos meses, me parece que así son de largos los días. Miré a mi alrededor buscando hacer algo diferente a leer, tuitear, hacer lista de lo que falta en la despensa, abrir y cerrar gavetas cuyo contenido ya no desordeno porque no tengo prisa para ir a ninguna parte. Pero el día cambió gracias a dos bandejas que cambiaron mi hastío pandémico por la dulce nostalgia de fechas que tal vez en su momento no supe apreciar.

Ignorada por años estaba la bandeja azul de gruesa porcelana en la que en Navidad y Año Nuevo mi madre colocaba por separado los tamales panameños de los nacatamales de su añorada Nicaragua; también, la bandeja ovalada que guarda las huellas de años y años de uso para hornear, en tandas, pavo, pernil y el infaltable jamón con rodajas de piña y cerezas ensartadas en palillos.

En aquel rincón de la cocina, con las dos bandejas ante mí, empecé a recordar los olores que se colaban por toda la casa y cada detalle de aquellas fechas, rituales en los que los cuatro hijos de Tina participábamos sin que hubiera excusa aceptable para rehuirlos. Solo “el viejo”, por orden expresa de mamá, se salvaba del torbellino navideño. Tomás, que ayudaba en todo, también se encargaba de cortar los hilos para amarrar los tamales en hojas de bijao; Mario, aficionado a la cocina, era el exprimidor de limones y encargado de aderezar el pernil con la receta secreta de mamá; Arturo, siempre el duro, refunfuñaba por tener que partir ajos, picar cebolla o pelar guandú. Yo, la niña de la casa, víctima de la burla de mis tres hermanos, que me apodaban “Cenicienta”, estaba a cargo de “vestir la mesa” y de revolver, sin parar, la inmensa olla de ron ponche hecho en “baño María”.

Eran días en que, sin posibilidad de escape, sacábamos de sus cajas al Niño Dios con su mamá María, su papá José y montones de pastorcillos y animales y decenas de figuras que Mario, el artista de la casa, colocaría en lagunas, cerros, desiertos, cuevas, etc., escenario que pintaba (con cielo y estrellas) para el esperado Niño Dios, cuyo pesebre se mantenía vacío hasta la medianoche del 24 de diciembre. Este trajinar nos era recompensado con “Kool Aid” con “tutifruti” y los “volteados de piña” que preparaba en nuestra cocina la mejor amiga de la casa y nuestra hada madrina, Cristina Aguilar, antonera querida (q. e. p. d.).

Eran varios días para armar nacimientos, adornar la casa, el árbol navideño y poner las luces en los aleros. Para mi madre la Navidad entraba hasta los baños, toallas rojas y verdes (creo que nunca encontró jabones de esos colores que, sin duda, hubiera comprado); y en la cocina los limpiones y los agarra ollas eran con diseños de fiesta Pascual. Alguno de mis hermanos estaba encargado de esperar la chivita que dejaba a mamá frente a la casa mediante el pago de $0.50 extras; en las bolsas venían del “mercado grande” culantro, tomates, ajíes, plátanos, masa de maíz (encargada semanas antes), cebollas, achiote, gallinas “de las de verdad”, debidamente pasadas por el cuchillo, etc.

¡Y llegaba la gran noche! Cena de gala, las copas de cristal cortado que mamá compró en una venta de patio eran la nota destacada en la mesa de 8 puestos, con vajilla navideña, por supuesto. Éramos seis en la familia, pero ella, unida por el cordón umbilical de amor a su terruño, siempre invitaba a algunos de sus paisanos. Después todos a la Misa del Gallo vistiendo nuestras mejores galas. De vuelta a casa, el Niño se colocaba en el pesebre y mi madre le cantaba una canción de cuna nicaragüense que no logro recordar. Cerrada la noche, nosotros a la cama, nada de seguir la fiesta fuera de casa.

El tiempo vuela. Nos hicimos adultos y nos fuimos desperdigando. Nuestra madre partió temprano, a los 58 años. Los recuerdos se fueron haciendo vagos. Ya no existe el mercado grande frente al mar. Ya no hay chivitas con choferes a domicilio. Este año, en que las celebraciones de estas fechas serán diferentes, rescatar recuerdos de mi niñez y juventud en familia es hilo de ternura y calidez para acercar a los que no estarán conmigo; para borrar la distancia que no recorreré para estar, como cada año, con mis amores lejanos; para aliviar el peso de las restricciones que nos privan de los abrazos. Este año nos ha quitado mucho a todos y mucho más a los que a lo largo de estos meses sufrieron la pérdida de un ser querido. Pero no nos puede quitar los recuerdos. Busque sus dos bandejas; los primeros zapatitos de su bebé; los tembleques de la abuela; el anuario de su escuela; la foto de Primera Comunión de su hijo… Abramos la ventana a los recuerdos preciados, a la esperanza “… esa cosa con plumas que se posa en el alma y canta la melodía sin palabras, que nunca cesa”, (Emily Dickinson, poeta estadounidense).

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