El impacto va más allá de la venta final. Incluye la compra de telas, hilos perlas y otros insumos, creando una cadena de valor que dinamiza la economía...
Panamá es un país bendecido en su geografía, hidrografía y en su gente, somos únicos, con características diferentes a todos los de la región.
Rodeado de costas, atravesado por ríos, con lluvias tropicales, algunos dicen que en Panamá llueve 9 meses del año y, sin embargo, hoy la paradoja es inocultable, en la capital, en nuestras comunidades, en los barrios, pasamos días sin agua o con un servicio intermitente. Ni hablar sobre el interior, comunidades enteras dependen de cisternas y hasta el Canal de Panamá, nuestro mayor orgullo nacional, ha enfrentado restricciones porque sus embalses no han contado con el nivel óptimo para su funcionamiento.
El agua ya no es un tema técnico; es un punto de justicia social y de seguridad nacional. Asegurarla no es un favor del Estado, es una obligación para garantizar vida, salud y dignidad a todos los panameños.
El país tiene en los próximos tiempos grandes proyectos sobre el tema, como Río Indio, o inclusive acciones actuales como ajustes en la gestión de embalses. Pero, mientras tanto, el ciudadano común siente que las soluciones nunca llegan a tiempo y viven las deficiencias de un sistema que hoy está colapsado y carece de respuestas a la población.
Yo me pregunto, ¿cómo es posible que un país que administra una de las rutas marítimas más importantes del planeta no pueda garantizar agua suficiente a su propia gente? El problema no es de escasez absoluta, sino de gestión. Lo que falta es planificación seria, inversión en infraestructura y, sobre todo, una política hídrica integral que trascienda la inmediatez de la próxima crisis. El Instituto de Acueductos y Alcantarillados Nacionales (Idaan), se ha convertido en el símbolo de esa deuda social infinita, una institución oxidada, debilitada y manejada durante décadas de la peor manera posible,y no se trata de señalar a directores específicos, sino de reconocer un fracaso estructural que hoy se traduce en incapacidad de respuesta y en la frustración diaria de miles de ciudadanos que han recibido durante años y hasta hoy un pésimo servicio.
Esto debe terminar. Los panameños merecemos un servicio de agua eficiente y digno, que al mismo tiempo funciona como espejo y termómetro de nuestra capacidad como país. En la presencia eficiente del servicio se mide si somos capaces de planificar, de pensar en el bien común y de garantizar derechos básicos a nuestra gente. En su ausencia, en cambio, queda al desnudo la indiferencia, la falta de voluntad, la incapacidad y las políticas equivocadas que han marcado a una institución llamada a ser ejemplo por el bienestar nacional.
Lo absurdo es que el agua nos sobra en discursos, pero nos falta en las tuberías. Panamá debe decidir si sigue reaccionando cada vez que aparece una crisis, o si asume, de una vez por todas, que el agua es el corazón de su futuro.
También existe la responsabilidad del ciudadano; no podemos culpar únicamente al Estado por la crisis del agua. La verdad es que la responsabilidad es compartida. Cada ciudadano debe entender que su gesto diario de cerrar un grifo, evitar la basura en los cauces de los ríos, sembrar un árbol en lugar de arrancarlo, tiene un peso real. Ese camino solo se puede iniciar con una decisión sencilla, profunda y personal: reconocer que cada gota de agua cuenta, y que el cuidado de nuestros ríos y recursos naturales no es deber de otros, sino compromiso de todos
Se trata de entender que el agua es vida, justicia y soberanía. Y un país que no cuida su agua está dejando secar también su esperanza de vivir mejor.