• 29/06/2025 01:00

El miedo como política de Estado

En América Latina, históricamente marcada por la violencia colonial y las dictaduras del siglo XX, resurge un fenómeno inquietante: la instrumentalización del miedo como herramienta de dominación en gobiernos que se autodenominan democráticos.

Observemos las etapas de esta estrategia que criminaliza identidades:

1.) La construcción del enemigo interno. Se crea un relato estigmatizante desde el poder, se identifica a un grupo social (identidad) —asociado frecuentemente a un fenotipo específico, una región geográfica o una clase económica— como “amenaza”. Este proceso, documentado ampliamente en nuestro continente, se nutre de estereotipos históricos. Por ejemplo, líderes indígenas, afrodescendientes o jóvenes de barrios marginados son retratados en medios y discursos oficiales como “delincuentes”, “vándalos” o “terroristas”.

Al deshumanizar a estos grupos, se justifica su exclusión. Es una actualización del racismo estructural que data de la conquista, ahora con un lenguaje tecnocrático. Este relato no sólo divide a la sociedad —separando a “ciudadanos buenos” de “malos”—, sino que también debilita la capacidad de resistencia de los movimientos sociales.

2). La violencia como pedagogía del terror. Una vez establecida la narrativa, se implementa una violencia espectacularizada: masacres en protestas, allanamientos con torturas, o la exposición mediática de cuerpos violentados en zonas marginadas. Cumplen un doble propósito: intimidar y generar trauma colectivo. No se trata sólo de reprimir una manifestación, es una pedagogía cruel que dice: “esto te pasará si desafías al poder”.

Este método busca anclar el miedo en la identidad. Las comunidades aprenden a asociar su lucha por derechos con el dolor físico y la humillación pública.

Ante la imposibilidad de cambiar un sistema diseñado para oprimirlos, muchos optan por la desconexión emocional que se traduce en indiferencia. Si el futuro se vislumbra tan desolador como el presente, proyectarse hacia adelante se vuelve insoportable. La mente en su búsqueda de equilibrio, prioriza el hoy y lo inmediato.

La violencia directa —represión policial, criminalización de protestas— es la visible. Debajo yace la violencia invisible: políticas económicas que perpetúan la pobreza, sistemas de salud colapsados para quienes no pueden pagar, y un acceso desigual a la justicia. Para comunidades indígenas, afrodescendientes, mujeres pobres o disidencias sexuales, esta violencia no es abstracta: es el rostro diario de un Estado que los considera ciudadanos de segunda clase.

Objetivo: sociedades rotas, élites fortalecidas. La consecuencia más grave de esta estrategia es la erosión sistemática de los derechos humanos. Mientras las mayorías quedan paralizadas por el miedo, los gobiernos —aliados con conglomerados económicos— privatizan recursos, flexibilizan leyes laborales y desmantelan servicios públicos. Es el ‘shock’ aplicado a nivel societal.

La polarización social justifica mayor militarización, y la desconfianza hacia las organizaciones populares facilita el control. No es casualidad que en países de la región se hayan aprobado leyes “antiterroristas” que criminalizan la protesta.

La conquista europea sentó las bases de este modelo: el despojo de tierras requería primero despojar de su condición de humanos a los pueblos originarios. Hoy el lenguaje cambia (“desarrollo” en lugar de “evangelización”), pero el fin persiste: concentrar riqueza y neutralizar resistencias.

*La autora es artista visual
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