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- 09/07/2025 00:00
La crisis del agua en Azuero, evidencia de un modelo agropecuario insostenible

La reciente crisis del agua en Azuero, desencadenada por la contaminación microbiana en los ríos La Villa y Estibaná, dejó a más de cien mil habitantes sin el líquido más básico. El episodio reavivó una conversación que Panamá ha mantenido en el aire durante décadas: cuál es el límite de sostenibilidad del modelo agropecuario actual. Al observar lo ocurrido, resulta evidente que no hablamos de un simple desliz, sino de un síntoma que aparece cada cierto tiempo cuando el descontrol alcanza un umbral visible.
Cuando los economistas del desarrollo sostenible miran indicadores como estos, chocan en las mismas fallas sistémicas. Primero, la incapacidad de articular políticas públicas que alineen producción agrícola con salud ambiental. Segundo, la desconexión entre marcos regulatorios, incentivos económicos y comportamiento local. Y tercero, una institucionalidad que actúa de manera reactiva, sin una visión de transición estructural hacia sistemas productivos sostenibles.
El diagnóstico plasmado en este artículo descansa en los hallazgos empíricos extraídos de mi investigación sobre la eficiencia ambiental en América Latina y el Caribe, titulada “Innovación tecnológica y progreso agrícola entre 1995-2020”. En el estudio se emplearon modelos matemáticos centrados en la eficiencia operativa y en el desempeño ambiental. Los números dejan claro que Panamá está rezagado: su media de eficiencia ambiental ronda apenas el 30 %, una cifra que lo sitúa por debajo de casi todos sus vecinos. Aunque ha mejorado ligeramente en algunos indicadores de eficiencia operativa, esas ganancias todavía no se traducen en una gestión que cuente de verdad con el medio ambiente.
El drenaje de nutrientes y contaminantes en Azuero ilustra el costo inmediato de postergar una agenda sostenible. La expansión agropecuaria, hecha sin plan alguno de mitigación, ya ha convertido los ríos en almacenes de desechos y amenaza con dejar a las comunidades sin agua potable. Juzgar por ese caso específico obliga a aceptar que la sostenibilidad no puede permanecer como objetivo periférico; debe plantarse en el centro de cada estrategia de desarrollo territorial.
El modelo agroecológico no es mera fantasía. Diferentes estudios en el campo agronómico han reunido evidencias sobre su capacidad para conciliar productividad y resistencia con la protección de la naturaleza. En contraste con la agricultura industrial, que se aferra a fertilizantes sintéticos y a ganancias inmediatas, esta alternativa se apoya en la diversidad biológica operativa, en el cierre local de los ciclos materiales y en la restauración paulatina del suelo y el agua. Nandwani (2016), en su análisis sobre la agricultura ecológica, documenta que las prácticas asociadas a este enfoque incrementan el contenido de carbono en el suelo, retienen mejor el agua y otorgan al agricultor un margen de independencia frente a insumos foráneos. No obstante, trasladar estos postulados a la realidad cotidiana tropieza con obstáculos persistentes: la asistencia técnica es escasa y fragmentada, los créditos no se ajustan a las necesidades de quienes experimentan con métodos bajos en químicos y, además, las leyes vigentes son a menudo anticuadas y poco coordinadas entre sí.
Desde el CIEPS, estamos llevando a cabo una investigación aplicada titulada “Factores determinantes de la sostenibilidad agropecuaria en Panamá”, que intenta desentrañar las causas por las cuales muchos agricultores que venden principalmente en mercados domésticos todavía resisten el cambio hacia prácticas ambientalmente responsables. A través de modelos econométricos robustos que incorporan variables estructurales (acceso a tecnologías, infraestructura, incentivos públicos, presión de mercado) y actitudinales (valores personales, conciencia ambiental, percepción de utilidad, apertura a la innovación) para identificar con mayor precisión los factores que limitan la transición hacia modelos agroecológicos.
Nuestra hipótesis sostiene que la sostenibilidad va más allá de la simple disponibilidad de gadgets verdes: depende de cómo interactúan las capacidades institucionales, el contexto productivo inmediato y las motivaciones individuales del agricultor. Creemos que los productores que orientan su oferta a mercados internacionales se ven empujados por las duras reglas de esos mercados y, por tanto, están más dispuestos a probar tecnologías limpias; en contraste, los que dependen del consumo local topan con escasa cobertura de asistencia técnica, incentivos poco atractivos y nula visibilidad en el discurso público.
Nuestro análisis se enmarca dentro de una línea más amplia de investigación sobre eficiencia ambiental y sostenibilidad en América Latina, que ha demostrado que la dispersión institucional y la falta de coherencia en los diseños de política pública mantienen baja la efectividad del uso de recursos. Entre los países que, entre 1995 y 2020, lograron avances palpables en productividad y sostenibilidad sobresalen aquellos que sostuvieron inversiones públicas, coordinaron asistencia técnica y aprobaron normas que premian la innovación verde. La experiencia de Azuero, en cambio, revela una desconexión entre el enunciado oficial de la política y la realidad territorial; ese desajuste ratifica un patrón extractivo, vulnerable y regresivo para sus comunidades.
Lo que ocurre en Azuero debe leerse como una alerta de carácter estructural. No se trata de un tropiezo técnico pasajero, sino del hundimiento silencioso de un modelo agroproductivo que ha ignorado los límites ecológicos y sociales del territorio. El reto que queda no es únicamente devolver calidad al agua, sino transformar las prácticas productivas que de manera sistemática la comprometen.
El país atraviesa hoy una encrucijada agraria y ecológica que pide, casi con urgencia, un pacto agroambiental fundado en evidencia científica. Tal acuerdo tendría que involucrar a los productores, las comunidades locales y el gobierno en su misma hoja de ruta, con el bienestar colectivo en medio de un escenario complejo. Sostenibilidad, en el contexto que nos ocupa, no puede seguir tratándose como una opción pasajera; es una condición mínima para garantizar el derecho humano al agua, la seguridad alimentaria y la resiliencia de nuestros ecosistemas frente al cambio climático.