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- 21/06/2025 01:00
¿Hay vida antes de la muerte?

Durante siglos, la gran pregunta ha sido si hay vida después de la muerte. La humanidad ha levantado templos, religiones, sistemas filosóficos y hasta experimentos científicos para intentar responder ese misterio que, por más vueltas que demos, sigue envuelto en niebla. Pero casi nadie se atreve a hacerse la pregunta más urgente, más íntima, más radical: ¿hay vida antes de la muerte?
No es una frase ingeniosa. Es una pregunta que rasga. Una grieta por donde puede entrar la luz o por donde puede derramarse el alma. Porque vivir, de verdad, no es durar. No es aguantar. No es acumular días, listas, horas, tareas. Vivir no es estar ocupado. Vivir es arder. Es temblar. Es dejarse tocar por la vida con todos los poros abiertos. Es mirar una flor y no seguir de largo. Es abrazar con el cuerpo y con el alma. Es decir, “te amo” sin garantías. Es llorar sin pedir disculpas. Es reírse con el estómago y los huesos. Vivir es elegir estar aquí, completo, sin excusas, sin distracciones, sin medias tintas.
Pero muchos seres humanos mueren sin haber vivido. Respiran, sí. Caminan. Pagan sus cuentas. Responden sus mensajes. Pero hace mucho dejaron de mirarse por dentro. Hace mucho que no se preguntan qué desean de verdad, qué aman, qué necesitan, qué los estremece. Viven de manera lineal, haciendo lo que hay que hacer, buscando tener más, sin detenerse nunca a preguntarse si realmente están vivos. Y así se apagan, lentos, invisibles. Sin tumba, pero ya muertos.
Vivir antes de la muerte significa recuperar el asombro. Volver a mirar el cielo como quien lo ve por primera vez. Detenerse ante la belleza sin necesidad de explicarla. Sentir una caricia no solo en la piel, sino en el alma. Amar con todo el cuerpo, sí, pero también con el espíritu. Los pueblos nahuas lo llamaban apapachar: acariciar el alma del otro con ternura profunda. No es una caricia cualquiera. Es un gesto que dice: te veo, te cuido, estás a salvo.
También significa amar sin miedo. No el amor idealizado, no el romántico de novela, ni el que depende del otro. Amar como elección, como forma de estar en el mundo. Amar lo que se toca y lo que no. Amar al otro sin querer poseerlo. Amar sin calcular, sin estrategia. Amar con la certeza de que eso también es vida.
Y significa, sobre todo, permitirse la alegría. No la risa tonta ni la evasión superficial, sino esa alegría honda, serena, que nace cuando el alma sabe que está en su sitio. Alegría como resistencia. Alegría como acto político del espíritu. Alegría como forma de cuidar lo sagrado.
Entonces la pregunta cambia de lugar. Ya no es si hay vida después de la muerte. La verdadera pregunta, la que sí puede cambiarlo todo, es: ¿hay vida antes de la muerte? ¿Estoy viviendo ahora, con esta piel, con este cuerpo, con esta memoria, con este deseo, con este cansancio incluso? ¿Estoy eligiendo estar vivo o solo estoy sobreviviendo?
No hay una única respuesta. Pero sí hay un lugar desde donde empezar a contestarla: el silencio profundo del alma que se atreve a decirse la verdad. Y desde ahí, desde ese temblor, quizás podamos empezar de nuevo. Respirar de nuevo. Amar de nuevo. Vivir, al fin, antes de que sea tarde.