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- 19/05/2017 02:01
Recordando a Juan Rulfo en el centenario de su nacimiento
Hay escritores y escritores. Libros y libros. Los dos únicos que firmó el mexicano Juan Rulfo en el campo de la ficción literaria fueron más que suficientes para que él trascendiera su momento e, incluso a su país, y se remontara, sin habérselo propuesto, a alturas poco imaginables cuando, queriendo crear una obra acaso respetable, pergeñaba sus primeros cuentos en su vieja máquina de escribir en los años cincuentas del siglo pasado. Era una Remington Rand Nº 17, también conocida como Modelo 17 o KMC. Negra, de hierro. 14,7 kilos. Un artefacto fabril del que salió una obra maestra: ‘Pedro Páramo'. Se conserva, sin tinta pero en buenas condiciones, en casa de Clara Angelina Aparicio Reyes, viuda de Rulfo.
Hablar de este autor en el centenario de su nacimiento es aludir a uno de los más importantes escritores latinoamericanos del siglo xx. Con sólo dos obras publicadas, el libro de cuentos ‘El llano en llamas' (1953) y la novela ‘Pedro Páramo' (1955), a los cuales habría que sumar un libro tardío de guiones cinematográficos denominado ‘El gallo de oro', ha bastado para considerar a este tímido y callado escritor mexicano como un autor singular que, habiendo conocido en vida la fama, jamás permitió que ésta se le fuera a la cabeza y cambiara su apacible forma de ser.
Dedo decir, con satisfacción y orgullo, que conocí personalmente a Rulfo. Lo traté durante 11 meses todos los miércoles de 1971 como becario internacional del Centro Mexicano de Escritores, ubicado en la Colonia del Valle, ya que junto con el escritor Salvador Elizondo era asesor de dicha entidad, hoy desaparecida. El mismo Rulfo había sido becario en ese sitio 15 años antes, y ahí terminó de escribir su célebre novela única. A nombre de Panamá me había ganado una beca centroamericana que por única vez abrieron para que un escritor joven, con al menos una obra publicada en cualquier género literario y un sólido proyecto literario por desarrollar, fuese a México a participar en un taller en donde escribiría un libro que, pasando el tiempo, pudiera ser publicado en ese país por su calidad. Ese libro, que se fue gestando poco a poco, en medio de la crítica de mis colegas y de los dos maestros antes mencionados, fue ‘Duplicaciones', mi obra más reconocida, que en esa época constaba de 40 cuentos, y que en 1973 fue publicado por la prestigiosa editorial mexicana Joaquín Mortiz. La primera edición, inevitablemente, está dedicada a Rulfo, y alguna vez, un par de años más tarde, en un encuentro fortuito en la calle Insurgentes del DF mexicano, me dio las gracias sabiendo muy bien que con aquel pequeño gesto era yo quien se las daba a él.
Fuera de ese taller literario en que participaba una vez a la semana durante cuatro horas consecutivas junto con otros cinco becarios jóvenes mexicanos (dos de ellos hoy reconocidos escritores: el poeta David Huerta y la cuentista y novelista Beatriz Espejo), Rulfo y yo nunca hablamos más de treinta palabras seguidas: su personalidad introspectiva y poco sociable no lo permitía. Hablaba cuando tenía que hacerlo, y sus comentarios críticos a las obras en ciernes que íbamos escribiendo y leyendo una vez por semana los seis becarios, era para ello el ambiente más propicio. Sin embargo, siempre he admitido que bajo su acuciosa tutela crítica, y la de Elizondo, perfeccioné al máximo el rigor de mi escritura, comprendí cómo la forma es en literatura tan importante como el contenido pero nunca debe ‘comerse a la historia', y fui entendiendo de manera profunda y permanente lo que en realidad significa ser escritor, sus responsabilidades, su trascendencia si lo que se escribe le habla con autenticidad al alma humana. Pese al acendrado nacionalismo mexicano, jamás me sentí extranjero en ese taller, ni en el país mismo en donde residí 15 años, habiendo ido solamente por uno.
Mi admiración por Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaino, quien nació en Sayula, Jalisco un 16 de mayo de 1917 y murió en la Ciudad de México el 7 de enero de 1986, llegó a ser enorme, y todavía hoy lo sigue siendo. Lo recuerdo con afecto y lo releo cada tanto tiempo por el solo placer de hacerlo, y para no olvidar cómo se escriben obras maestras en cuento y novela, aunque tenga plena conciencia de estar a años luz de poder lograrlo. Rulfo me enseñó, entre otras cosas, a enterrar vanidades y a saber aceptar mis limitaciones.
Habiéndose traducido sus dos obras de ficción a más de 50 lenguas y sostenidamente merecido comentarios elogiosos de la crítica, su fama es desde hace ya mucho tiempo merecidamente universal. Ya él era admirado y respetado sobremanera cuando tuve la dicha de conocerlo, pero en esos primeros meses yo no lo sabía a fondo y la verdad es que aun no había leído su obra. Tengo, dedicadas por Rulfo, ambas obras, y las cuido como el tesoro sentimental que representan. Al leerlas la primera vez, poco a poco, a mi ritmo, con sostenida dificultad, pues pese a su aparente sencillez no son nada fáciles, quedé deslumbrado. Maestro absoluto del lenguaje, mexicanísimo sin dejar de ser universal, ese hombre que sufría de pánico escénico y que abominaba de las reuniones, escribía con una densidad y al mismo tiempo con una transparencia, ‘castigando el lenguaje', como él nos decía siempre en el taller que debíamos hacer al crear, que uno podría pensar que sus cuentos y su novela se escribieron solos, o que siempre estuvieron ahí, maravillosamente escritos.
Rulfo, quien fue asimismo un extraordinario fotógrafo y guionista de cine, llegó a tener tal conciencia del impacto que producían sus textos, de su grado de perfección y de su fama, que creyéndose incapaz de superar sus propios logros, nunca más publicó, aunque es sabido que por cierto tiempo siguió escribiendo y destruyendo lo que creaba. En 1983 mereció en España el Premio ‘Príncipe de Asturias', el segundo más importante después del Cervantes en el mundo de las letras hispánicas, el cual sin duda también merecía. Y ese lauro en nada modificó su proverbial sencillez. Y sin embargo, es sin duda alguna el escritor mexicano más leído y reeditado en su país y en el extranjero.
Compatriotas suyos como los muy reconocidos escritores Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan José Arreola, Edmundo Valadés, Rosario Castellanos, Juan García Ponce, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Jaime Sabines, y Elena Poniatowska, entre muchos otros, le dieron siempre en vida su lugar en el mundo de las letras. Un lugar privilegiado que Rulfo nunca buscó ostentar. Y lo mismo ocurría con reconocidas personalidades literarias de otras latitudes, como Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, colombianos radicados en México, al igual que con los uruguayos Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti, los argentinos Julio Cortázar, Ernesto Sábato y Jorge Luis Borges, los peruanos José María Arguedas y Mario Vargas Llosa, los chilenos Pablo Neruda y José Donoso, los cubanos Guillermo Cabrera Infante y Alejo Carpentier, el portugués José Saramago, el paraguayo Augusto Roa Bastos, el alemán Gunter Grass, la norteamericana Susan Sontag y el español Enrique Vilá-Matas, entre muchos otros. Todos entendieron que no es cantidad lo que hace cuajar para la inmortalidad artística el prestigio de un autor, sino calidad profunda y humanamente trascendente.
Las dos últimas décadas de su vida las dedicó Rulfo a su trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México.
Yo conocí a Juan Rulfo, y hoy lo recuerdo con nostalgia y afecto.
ESCRITOR