Un buen estudiante, tranquilo y algo introvertido, que fue monaguillo y empleado en un supermercado antes de alcanzar la fama. Esos son algunos retazos...
La ciencia avanza, muchas veces, desde contextos modestos, regionales o deliberadamente ignorados por el sistema editorial dominante y elitista. Justo ese es el conocimiento que se genera en nuestro entorno, como el de las universidades panameñas. Si hay discusión académica, no tiene por qué ser inferior en su esencia a cualquier otra discusión en instituciones de “alto prestigio”. Es la verdadera construcción de la academia desde diferentes escenarios del mundo de las ideas y la ciencia.
Reducir la excelencia científica a métricas cuantitativas y jerarquías editoriales es un error que distorsiona el propósito mismo de la ciencia, el cual es la de comprender el mundo y resolver problemas humanos de forma rigurosa y colectiva. Panamá tiene el potencial de desarrollar tanto ciencia fundamental como aplicada desde su propio ecosistema académico y compartir ese conocimiento con el mundo. En tiempos de repositorios digitales, inteligencia artificial y plataformas abiertas, ¿qué impide que tengamos revistas científicas locales accesibles globalmente y disponibles en varios idiomas? Que otros ignoren nuestras referencias locales no responde a su falta de calidad, sino a una autoimposición elitista del sistema que ignora lo producido fuera de las editoriales comerciales dominantes.
En la narrativa dominante del mundo académico contemporáneo, se tiende a asociar la excelencia científica con la publicación en revistas de alto impacto indexadas en bases de datos comerciales como Scopus y otras. Sin embargo, este estándar, lejos de garantizar calidad científica, está generando un sesgo que distorsiona la verdadera naturaleza del conocimiento que es gradual, colectivo, impredecible y muchas veces anónimo en sus inicios.
Numerosos descubrimientos científicos considerados fundamentales hoy no sólo no nacieron en revistas de élite de su época, sino que pasaron décadas en el olvido antes de ser reconocidos. El trabajo pionero de Gregorio Mendel en 1866 sobre la herencia genética fue ignorado durante 35 años. Alan Turing, fundador de la computación moderna, publicó su artículo clave en una revista poco citada. Incluso el hallazgo de Helicobacter pylori por Marshall y Warren en 1984 fue rechazado varias veces antes de aparecer en The Lancet, sin generar mayor eco inicial por casi una década.
También vale la pena destacar el trabajo pionero de Francisco Mojica, quien entre 1993 y 2005 identificó secuencias únicas en el ADN de bacterias, sentando las bases para la tecnología CRISPR. Sus hallazgos fueron publicados en revistas especializadas de bajo perfil e incluso en libros de resúmenes de congresos y no recibieron reconocimiento inmediato. Pero, como en muchos otros casos, su relevancia sólo fue valorada años después. Casos como el del modelo teórico del grafeno, ignorado en su primer momento, o los modelos “transformers” que sentaron las bases de la inteligencia artificial, también muestran que la ciencia no sigue una ruta previsible ni elitista. Más bien, florece en entornos diversos, donde la creatividad y la persistencia superan al mercadeo editorial. Todos los anteriores ejemplos nos corroboran que el impacto real de una investigación rara vez es inmediato. Si hoy subestimamos lo nuestro, estamos socavando nuestra propia ciencia, nuestras ideas y marcos conceptuales, que nacen primero en la mente y no necesariamente en los laboratorios más equipados del mundo.
Sin embargo, en el sistema académico actual, se incentiva errónea y desmedidamente la publicación en revistas de alto factor de impacto, muchas de ellas vinculadas a grandes editoriales comerciales. Este enfoque no solo excluye gran parte del conocimiento producido en contextos locales o regionales, sino que también limita la diversidad epistemológica necesaria para enfrentar problemas globales complejos. Nunca olvidemos que la ciencia, en su esencia, es un sistema plural. Si queremos enfrentar retos globales como el cambio climático, el manejo inteligente de cuencas o biodiversidad, las pandemias, enfermedades emergentes o la crisis alimentaria, debemos abrirnos a fuentes de conocimiento que hoy permanecen invisibilizadas, sean provenientes de África, América Latina, Asia, Europa Oriental o Polinesia.
La imposición de las métricas ha eclipsado el verdadero propósito de la ciencia de comprender, compartir y transformar. Muchas de las ideas que hoy consideramos revolucionarias nacieron en el anonimato de revistas menores, lejos del brillo de los índices de impacto. La ciencia no puede dividirse en castas ni depender de privilegios editoriales o geográficos.
Su progreso real no surge de la exclusión, sino de la colaboración abierta entre quienes, desde distintas realidades de nuestros países e instituciones, buscan comprender el mundo. Pretender que solo una parte de la comunidad científica tiene voz autorizada, es negar la esencia misma de la ciencia.
Por todo lo anterior, hablar de una ciencia elitista no solo es una contradicción, es una traición a su propósito más profundo.