La interconexión eléctrica entre Panamá y Colombia es una prioridad bilateral, y la oposición de las autoridades comarcales no frenará el proyecto.

La comunidad internacional enfrenta un cúmulo de crisis que han generado el desorden mundial que hoy día se sufre. En la raíz de todo ello se encuentra un deseo, muy claro, por cambiar el orden internacional surgido con el final de la Segunda Guerra Mundial. Ese deseo se ha convertido en una agenda, también muy clara, por parte de aquellos actores —China y Rusia— que, con ese cambio, buscan imponer sus ideologías y formas de gobierno que, por cierto, nada tienen que ver con las formas democráticas liberales occidentales que han marcado el rumbo, en mejor o peor forma, del mundo. Dichos regímenes han alimentado y promovido esa agenda de cambio para el orden mundial utilizando, para ello, a las fuerzas políticas, sociales y culturales de las izquierdas que, de forma inteligente, han ocultado sus principios y objetivos bajo un disfraz de agenda social a la que han calificado de progresista.
Son esas izquierdas globalistas las que están reformulando la forma de conducir la gobernanza mundial, asumiendo un papel preponderante en la toma de decisiones, utilizando para ello temas con los que han provocado una tensión entre su nueva visión de las relaciones internacionales y la forma tradicional de la diplomacia y de sus instituciones. Es a esta promoción de unas relaciones internacionales, desde las que se imponen valores descritos como progresistas, a la que califico de “diplomacia woke”.
Esta diplomacia woke es la que ha creado el divisionismo y la polarización que vivimos hoy, producto de una obsesión ideológica de las izquierdas occidentales, alimentadas por su superioridad moral, que busca imponer sus valores, supuestamente progresistas, en la comunidad internacional, incluso por encima de valores nacionales, culturales o sociales de los Estados. El resultado está siendo preocupantes tendencias y comportamientos sociales impropios de las verdaderas democracias liberales que, hasta hoy, eran luz y referente para la diplomacia internacional.
Para la diplomacia woke, la prioridad de la agenda global no debe ser ya la correcta gestión de las relaciones entre Estados soberanos o de la interactuación de estos con otros sujetos de derecho internacional. Ahora se debe trabajar en pro de un “buenismo ulterior” identificado con una agenda global de valores creados en torno a conceptos como los derechos humanos, la justicia social, el cambio climático, la igualdad de género, la diversidad social, el estado del bienestar, la equidad social, la economía circular o las energías renovables, entre otros, que desde la erosión de la soberanía nacional de los Estados y de las libertades individuales, en nombre de valores calificados de progresistas y del socialista “estado del bienestar” —que no es otra cosa que un disfraz para el “estado depredador”—, han generado incluso diversos niveles, categorías, calificaciones y, ciertamente, “listas”, en los que se agrupan a naciones que son así tratadas de forma diferente.
Es esta diplomacia woke, con su superioridad moral, la que ha provocado divisiones y una activa discriminación hacia cualquier voz contraria que cuestione o se oponga a su agenda política, económica y comercial. El motor de toda esta diplomacia populista de izquierdas es, sin duda, la famosa agenda 2030, lanzada y promovida por las Naciones Unidas. Una agenda marcadamente política y sectaria, detrás de la cual se encuentra la base de importantes quiebres en el orden geopolítico mundial. La obsesiva promoción de esta agenda 2030 ha desatado una suerte de tensión entre la imposición de un modelo especial de “justicia social”, frente a las libertades individuales que está suponiendo el sacrificio de estas últimas a expensas del primero.
El papel que están jugando organismos internacionales, como la ONU, a la hora de moldear las reglas de actuación entre los Estados y de promover unos determinados valores políticos, económicos y sociales en la comunidad internacional, están detrás de errores históricos, como es el caso del antisemitismo rampante hacia Israel, que alimentan y practican, tristemente ya sin pudor, las izquierdas occidentales, con particular énfasis en Europa y Estados Unidos, o permitir a regímenes radicales, incluso homófobos como Irán, participar en foros multilaterales de derechos humanos, o reconocer como interlocutores y sujetos de derecho internacional válidos a grupos, organizaciones y estados terroristas como Hamás, al tiempo que se ha permitido el fortalecimiento y renovada vigencia de regímenes autoritarios, o la creciente desestabilidad generada por regímenes radicalizados como Corea del Norte.
Para concluir, quiero señalar que América Latina tampoco escapa a esa diplomacia populista que ha distorsionado y deteriorado históricas relaciones con aliados tradicionales, así como la visión y participación de las naciones latinoamericanas en la gobernanza global. En nuestra región, como en otras muchas regiones en desarrollo, los gobiernos controlados por fuerzas de la izquierda populista, o bien por grupos políticos que carecen de ideología política y sólo siguen “modas”, buscan complacer a ciertas instituciones, organismos internacionales, así como a algunos gobiernos de naciones occidentales entregadas al progresismo populista —como es el caso de algunos miembros de la Unión Europea— a costa de defender y promover sus propios intereses y valores nacionales. Irónicamente, todo este comportamiento, propiciado y provocado por la diplomacia woke, pareciera estar convirtiéndose en una especie de neocolonialismo o de “imperialismo cultural” con el que estos nuevos valores —autodeclarados, insisto— de progresistas, se imponen, so pena del ostracismo político y económico a estas naciones. Ojalá se abran los ojos, se recupere el sentido común, se defienda la libertad y evite desandar la historia.