El objetivo principal de este equipo interinstitucional, según el Ejecutivo, será gestionar la crisis social y laboral que enfrenta la provincia

La cohesión social constituye un proceso dinámico que trasciende los límites de la estabilidad, la integración y la interdependencia. Esta conceptualización contrasta con los enfoques predominantes en el siglo XX, cuando diversos autores analizaron los síntomas de la desorganización, la desintegración, la disfunción, la desviación: la anomia (Durkheim, 1897/1951), la individualización de las relaciones sociales (Tönnies, 1887/2001), la tensión estructural (Merton, 1938), los mecanismos de distinción (Bourdieu, 1979/1984), la diferenciación sistémica (Luhmann, 1982) y el deterioro de la confianza interpersonal (Putnam, 2000) son apenas una muestra de un largo debate en las ciencias sociales. Sin embargo, las realidades contemporáneas exigen análisis integrales de la reproducción de la pobreza, exclusión y desigualdad, fenómenos cuya complejidad desborda los enfoques teóricos y metodológicos tradicionales.
A lo largo del siglo XXI, caracterizado por transformaciones estructurales profundas, revoluciones tecnológicas disruptivas y crecientes brechas socioeconómicas, la cohesión social adquiere relevancia fundamental para comprender cómo las sociedades enfrentan los desafíos colectivos. A diferencia de los estudios clásicos desarrollados por Durkheim (2001), Parsons (1999) y Weber (1922), que priorizaban factores estructurales o normativos, los enfoques recientes sobre cohesión social (Habermas, 2010; Goldthorpe, Llewellyn & Payne, 1980) adoptan enfoques integrales y multidimensionales.
Este giro teórico y metodológico responde a la necesidad de comprender que la fragmentación social, manifiesta en desigualdades extremas y formas rígidas de estratificación, no puede analizarse sin considerar simultáneamente las particularidades históricas, políticas, económicas y culturales que varían entre distintos contextos territoriales. Es decir, las condiciones sociales emergentes exigen marcos interpretativos que reconozcan la diversidad de trayectorias históricas y configuraciones culturales que moldean las experiencias sociocolectivas.
Los modelos multidimensionales de análisis, y la evidencia comparada, demuestran que las sociedades con mayores niveles de desarrollo económico, educativo e institucional tienden a exhibir una cohesión social más robusta. De igual manera aquellas con estructuras seculares y ecosistemas culturales posmaterialistas generan entornos más propicios para la solidaridad y confianza interpersonal, mientras la desigualdad económica actúa como factor disruptivo que erosiona los vínculos sociales locales y nacionales. Por su parte, la diversidad etnocultural presenta efectos ambivalentes: puede fomentar la inclusión en contextos locales específicos, pero su impacto es menos significativo cuando se analiza a escala nacional (Delhey, Dragolov y Boehnke, 2023).
Estas conclusiones, sin embargo, reflejan principalmente realidades propias de sociedades occidentales con desarrollos históricos singulares. A inicios del siglo XX, Georg Simmel advertía sobre las diferencias fundamentales entre los registros culturales de Oriente y Occidente a partir del trilema racionalidad–individualidad–sociabilidad, distinción clave para entender por qué los patrones de cohesión no son universales ni transferibles mecánicamente entre contextos (Simmel, 1911/1993). Las contribuciones de Simmel (Levine, 1971; Nedelmann, 1991), sobre las formas de sociabilidad y las tensiones entre individualidad e integración, vía el dinero, vía el consumo, permiten explicar fenómenos aparentemente contradictorios, donde la fragmentación social no genera, necesariamente, una crisis estructural en todos los contextos sociales y culturales.
Las crisis económicas y financieras recurrentes revelan la fragilidad inherente a un orden social basado predominantemente en el intercambio monetario y la hiperconectividad digital. Cuando el sistema financiero se tambalea, los vínculos sustentados en el consumo se debilitan rápidamente y pierden su capacidad integradora. Ante este escenario, surge una pregunta crucial: ¿pueden el dinero y las redes sociales amalgamar verdaderamente a las sociedades contemporáneas? Las mediciones internacionales parecen indicar lo contrario (IPSOS, 2020; Gallup World Poll, 2024; Social Progress Index, 2025), porque aunque la sociedad actual está altamente conectada mediante transacciones y redes sociales, carece de vínculos significativos y significantes.
La disyuntiva no consiste entonces en elegir entre economía o tecnología como vías para alcanzar la cohesión social, sino en construir vínculos múltiples que reconozcan y valoren contribuciones históricamente invisibilizadas. El espacio público, entendido como lugar de encuentro no mediado por el consumo, se vuelve fundamental para una sociabilidad alterna, aunque no necesariamente constituyente. Porque ni el dinero ni los algoritmos pueden sustituir la calidez del abrazo, la mirada soñadora, la compañía solidaria que fundamentan una humanidad compartida, donde estar conectados significa, también, estar acompañados.