• 03/02/2024 00:00

Maestros que sobran: sin modales ni modelos

La decencia, sin embargo, no se compra; la dignidad tampoco. Ambas son un estilo de vida. No creo que exista un espacio en el que esas cualidades deben imperar con mayor vehemencia que en el escenario formativo

Antes de seguir culpando a los gobiernos por nuestras calamidades, examinemos cuántas acciones u omisiones cotidianas que consideramos reprochables proceden de una serie de decisiones voluntarias que los seres humanos toman, por apatía o comodidad. Pero ninguno de nosotros nace corrupto, oportunista ni patán. Todos somos, al nacer, la promesa de mejores tiempos, de un país diferente. De un futuro más decente.

La decencia, sin embargo, no se compra; la dignidad tampoco. Ambas son un estilo de vida. No creo que exista un espacio en el que esas cualidades deben imperar con mayor vehemencia que en el escenario formativo: la casa, la escuela y por último y más importante, la universidad. Estudiar una carrera ya no se trata de acumular datos para evocarlos en un examen; la pandemia nos recordó, a través de la imposición de la modalidad virtual que, como profesores, nuestro rol como portadores de conocimiento pasó a segundo plano. El estudiante espera ver en nosotros un diáfano ejemplo de las cualidades y competencias que su futura profesión necesita. Si en vez de rectitud y clase mostramos zafiedad y altanería ¿de dónde sacamos la autoridad para quejarnos de las patas cojas de la sociedad?

La población ignora cuán frecuente es la falta de modales y modelos en el entorno educativo, en especial en las universidades y en las carreras que a la larga tendrán cierto nivel de bagaje intelectual. Bien lo afirma cada persona que se encuentra con la actitud apática, soberbia o negligente de un profesional y se lamenta de la pobre demostración de modales que recibe al ser atendido en incontables escenarios: en una institución comercial, en servicios profesionales e inclusive en la atención en salud y bienestar personal. La preparación académica del siglo XXI parece condenada a seguir transmitiendo la herencia de la soberbia y la patanería, y a enorgullecerse de costumbres caducas: hay una razón por la cual un maestro ya no puede forzar a un zurdo a escribir con la mano derecha, azotar a un estudiante o referirse a alguno como “cretino” o “tarado”.

¿Qué nos hace pensar que esa costumbre de amedrentar o agredir a estudiantes puede pasar impune en estos tiempos? Abundan los ejemplos de docentes que usan el salón de clases como espacio de terapia personal, diciendo y maldiciendo lo que les plazca, atemorizando a quienes tienen ya comprometido su tiempo y recursos económicos en una carrera, moviendo los hilos de la manipulación chantajista mientras tienen la calificación en sus manos y declaran, alegremente, su afán de beneficiar a unos pocos con ventajas numéricas ajenas al mérito, frente a una población que observa con espanto, que el pase hacia sus metas está en manos de personas sin principios.

Los verdaderos intelectuales, los maestros con la autoridad que brinda la preparación académica completa, con clase y dignidad, no tienen necesidad de hacer demostraciones de macho alfa enfrente de veinteañeros indefensos. Todo el que entra a un salón de clases a repetir conceptos que ya están en los libros y no aporta nada a la formación en cualidades humanistas, principios e ideales, tiene el deber moral de retirarse de la educación: esta delicada tarea no es para cualquiera, mucho menos para el que justifica su falta de modales y su uso vulgar del lenguaje como moneda de cambio para repartir limosnas de su experiencia. Hacerse el insensible ante dichas actitudes deja clara nuestra propia falta de moral y modelos. Todo profesional es un ser humano, susceptible al desgaste, a la tentación del desahogo en un entorno en el que todos están forzados a escucharle o a ser evaluados. Sin la escala de valores correcta, un profesor se convierte en un entrenador del mal, ahogando con sus abusos la ilusión que todo nuevo universitario lleva al recinto del aprendizaje.

El estudiante que creció en un entorno escolar sin modelos fuertes, sin valores de lo cotidiano, más allá de los que recita en vano la iglesia y sin conocer la importancia de la integridad en lo público y lo privado, cae en la trampa y desarrolla, por mera supervivencia, un síndrome de Estocolmo ante su agresor/educador. Pasado el susto, lo endiosa y le perdona sus vejámenes, racionalizando el maltrato recibido como necesario, sin percatarse de que su umbral para la decencia y la integridad se alteró y que, inconscientemente, tendrá dificultad para reaccionar ante agravios futuros. Cuando el sistema educativo normaliza la grosería y el sadismo de un profesor, por muy preparado o experimentado que este sea, el estudiante indefenso a la larga se convierte en un adulto resentido, de esos a los que los divierte escuchar las anécdotas del “gran maestro sabio” que les decía “gordas” a las alumnas o “raritos” a los alumnos.

Todo el que enseña, tiene en sus manos un poder que debe ser ejercido con autoridad moral, esa que no se gana por palancas ni por cuidar intereses económicos a costa de la calidad educativa. Y a todo ciudadano que crea en la importancia de la educación como factor transformador de la sociedad tiene la tarea de exigir a escuelas y universidades que rindan cuentas, no solo hacia las logias de la evaluación externa, sino hacia los que recibiremos el fruto de su trabajo.

Muchas instituciones de educación superior se han convertido, con el tiempo y en silencio, en criaderos de corrupción y desidia, en los que se abusa de la desesperación del estudiante, de su desconocimiento e inmadurez. En donde se les cobra como pasajeros de avión de primera clase, pero se les trata peor que al equipaje. En donde se les enseña que la intimidación compensa la carencia de academia, que los derechos y deberes son irrelevantes mientras alimentes el narcisismo de los que tienen poder, que el beneficio de tu vecino será el perjuicio tuyo y que, por tanto, aceptes abusos sin cuestionar.

Joven estudiante: nadie puede prohibirte que aprendas, nadie puede manipularte si te preparas; no temas a los que te amenazan y exigen que les rindan pleitesía solo por tener la calificación en sus manos. Exígeles que rindan cuentas y que sean constantemente evaluados; solo en educación se permite tanto atropello y abuso hacia el que paga por el servicio, síntoma inequívoco de una sociedad que pregona su interés por la educación de la boca para afuera. Parafraseando a Elías Calixto Pompa, estudia y no serás el juguete vulgar de las pasiones, ni el esclavo servil de los tiranos.

El autor es docente
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