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La herencia de Michael Bloomberg, el saliente alcalde de Nueva York, que deja la Gran Manzana debatiéndose en una profunda desigual social, permitió a Bill De Blasio meterse en la jugada y arrasar con un 79 % de los votos en las elecciones de la semana pasada. Fue la victoria más arrolladora en la carrera de un alcalde desde 1985, cuando Edward Koch ganó con el 68 % de electores.
La promesa de que el 21 % de los neoyorquinos empobrecidos, luego de 20 años de gobiernos republicanos, compartirán la prosperidad y las oportunidades, caló en los votantes.
Prácticamente un desconocido hasta hace solo cinco semanas cuando ganó las primarias demócratas, De Blasio rápidamente organizó su campaña con un giro hacia la izquierda, proyectando la visión de dos ciudades. Una próspera y la otra poblada por ciudadanos empobrecidos. Sus estudios en relaciones internacionales, con acento en la realidad latinoamericana, y sus experiencias recogidas en viajes a Nicaragua en la década de 1980, le permitieron presentar un programa de corte social. Habla perfectamente español, lo que será beneficioso para los 2.3 millones de hispanos que viven en Nueva York.
De Blasio ocupaba el cargo de defensor del Pueblo de Nueva York cuando decidió lanzarse a la campaña. El sustento encontrado en su esposa, Chirlane McGray, una activista y escritora afrodescendiente, con quien pasó la luna de miel en Cuba, hicieron que su campaña fuera más que una diferencia entre géneros, clase o etnia.
Asumirá en enero, como el 109 alcalde de Nueva York y debe ofrecer soluciones concretas para esa ciudad de ocho millones de habitantes, 300,000 funcionarios y un presupuesto de $700 millones. Además enfrentará una brecha presupuestaria de $2,000 millones.
Un editorial de The New York Times lo definió como un activista astuto, con las ideas bien pensadas, un buen oído y el hábito de la inclusión.
A sus 52 años, De Blasio, tendrá que convertirse en el director ejecutivo de una de las ciudades más grandes del mundo, y deberá poner a prueba la visión decididamente liberal que ha sido el sello distintivo de su carrera.
Tendrá que utilizar el enorme respaldo que tuvo en las urnas para impulsar su agenda, centrada en su cruzada para reducir la desigualdad. De Blasio buscará frenar el cierre de hospitales comunitarios, construir 200,000 viviendas sociales en una década, aumentar impuestos a los neoyorquinos que ganen más de $500,000 al año y garantizar el acceso universal al jardín de infantes, que en esa ciudad son tan costosos como el alquiler de una casa. Además, deberá reemplazar al jefe del Departamento de Policía de Nueva York y terminar con la discriminación racial en las tácticas de detenciones.
Pero las elecciones de la semana pasada son también un termómetro que marca no solo la incidencia del Tea Party, el ala más reaccionaria dentro del Partido Republicano, sino su propia deriva estratégica de cara a los próximas elecciones de 2014 y 2016.
El triunfo en Virginia, un estado tradicionalmente conservador, del demócrata Terry McAuliffe, volvió a posicionar al matrimonio de Bill y Hillary Clinton, mentores del futuro gobernador, en el escenario político estadounidense. Es precisamente Hillary Clinton la que aparece entre los demócratas como la posible candidata para suceder al presidente Barack Obama.
El otro ganador de la jornada fue el republicano Chris Christie, reelecto como gobernador de New Jersey, que se volcó hacia el centro y se despegó de las posiciones del Tea Party, particularmente de las maniobras de sus legisladores que cerraron el gobierno por dos semanas para intentar enterrar la ley fundamental de la era Obama, su reforma al sistema de salud. Christie ya se perfila como el candidato más firme de los republicanos para las elecciones presidenciales del 2016.
Todo esto marca una tendencia del electorado que se muestra cansado de la crisis política y económica. El 60 % de los estadounidenses cree que debe haber un cambio profundo en sus representantes en el Congreso y en la Casa Blanca. Los legisladores no tienen más que un 10 % de aprobación. Y los partidos no superan el 40 %. Entre los republicanos comienza a haber un desencanto del Tea Party. Los demócratas pareciera que seguirán en busca de un candidato del centro progresismo que les dé todo lo que prometió Obama y no pudo cumplir.
PERIODISTA.