El impacto va más allá de la venta final. Incluye la compra de telas, hilos perlas y otros insumos, creando una cadena de valor que dinamiza la economía...
 Todos anhelamos el reconocimiento: esa gratitud o aprecio por nuestros logros, esfuerzos o cualidades. Ese deseo de distinción impulsa a las personas a superarse, a dejar huella, a ser recordadas. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto buscamos ser reconocidos simplemente por cumplir nuestras responsabilidades, aquellas por las cuales ya somos remunerados? ¿Acaso un colaborador, tras servir a una empresa, tiene derecho a que su nombre perdure en su memoria institucional una vez terminadas sus labores? ¿No resulta, acaso, una pretensión desmedida?
Tan desmedido como el reciente actuar de algunos diputados, miembros de la Comisión de Gobierno de la Asamblea Nacional, que decidieron bloquear el proyecto de ley 122. Esta iniciativa pretendía prohibir el culto a la personalidad en las instituciones públicas, rescatando una norma que rigió desde 1910 hasta su derogación en 2002.
Durante más de 90 años, gracias a la Ley 5 de 1910, Panamá prohibía colocar retratos y nombres de funcionarios en oficinas estatales, una medida que buscaba frenar la costumbre —tan persistente como nociva— de disfrazar de homenaje lo que en realidad es propaganda política. Una propaganda financiada, irónicamente, con los recursos de todos.
¿Y para qué? ¿Qué gana el pueblo con ello? La nación está exhausta de contemplar a políticos obsesionados con dejar su nombre grabado en toda obra pública —ya sea existente, en construcción o apenas proyectada—. Obras que no levantaron con sus manos ni financiaron con su dinero, sino con el de los contribuyentes. ¿Por qué creen merecer ese reconocimiento quienes solo administran lo que pertenece al pueblo?
Resulta degradante para la dignidad nacional ver los nombres de diputados, ministros, alcaldes, representantes, gobernadores e incluso presidentes estampados en vehículos oficiales o en placas de obras inconclusas, con el único propósito de perpetuar su ego y dejar testimonio de su poder -en algunos casos inexistente-.
Este comportamiento recuerda a Ozymandias, el célebre soneto de Percy Bysshe Shelley escrito en 1817, que narra la inevitable decadencia de los líderes que ingenuamente creen que sus obras y su legado perdurarán por siempre. Shelley nos advierte que nada es eterno, ni siquiera el poder más grandioso, ni el retrato más pomposo, pues el tiempo transforma toda gloria en ruinas y arena.
Y es en esa ingenuidad —la de creerse eternos, poderosos e inmortales— donde yace la raíz del problema. Un proyecto de ley necesario y maduro para la política panameña fue descartado sin análisis ni reflexión. Se llegó a decir incluso que a la diputada Janine Prado, promotora de la iniciativa, “se le fue la mano en pollo”. Pero nadie explicó por qué, ni aportó razones de fondo para un comentario tan frívolo e inmaduro.
Así queda nuestro país: condenado a seguir viendo cómo una élite política se comporta como una casta superior, alejada de la humildad, del sentido común y de su responsabilidad histórica.
Y, como eco de advertencia, resuenan las últimas líneas del poema de Shelley: “Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
 ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”. Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas, se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas.
Quizás haya llegado el momento de comprender que las verdaderas obras no necesitan nombres grabados en mármol; que las instituciones no requieren el retrato de un líder cuyo accionar y pensamiento han perdido vigencia en el mundo actual, sino resultados silenciosos pero duraderos, capaces de permanecer en la memoria del pueblo.