• 20/11/2025 00:00

¿Para qué no sirven las constituciones?

Desde que somos una república, y aún antes, pues en el Istmo rigió la constitución española de 1812, y varias durante nuestra asociación a Colombia, hemos sido un país constitucionalista. En el período republicano hemos tenido 5 constituciones, contando como tales a la originaria de 1904; las de 1941, 1946, 1972 y la vigente desde 1983.

Las vías mediante las cuales fueron creadas y sus vigencias han sido diferentes. La de 1904, aprobada por la Convención Constituyente, fue la consecuencia natural de haberse creado la república y de la necesidad de dotarlo de un estatuto constitucional. De las otras, sólo la de 1946, fue producto de una Asamblea Constituyente.

Las constituciones tienen tres propósitos básicos: 1) Organizar política y administrativamente el Estado, 2) Establecer los derechos, los deberes y las garantías fundamentales de los gobernados y 3) Precisar las funciones y los límites de los poderes públicos.

Nuestra constitución, en el título I, declara que Panamá es un Estado soberano e independiente y que su gobierno es “unitario, republicano, democrático y representativo”; que el poder público “solo radica en el pueblo”, pero que este delega su ejercicio a los tres poderes, Legislativo, Ejecutivo y Judicial; define el territorio nacional y su división político administrativa; y, finalmente, los símbolos representativos de nuestra nación.

En el título III, se precisan, los derechos, los deberes y las garantías que los gobernados tenemos el derecho a que se nos respeten, que podemos exigir y que los gobernantes no solo deben satisfacer y respetar, sino que, además, tienen, so pena de ser sancionadas, el mandato de no violarlas. Clave, como principio, para ejemplificar la separación de las respectivas competencias, las obligaciones y precisar la diferencia entre gobernados y gobernantes es la máxima que declara que los primeros podemos hacer todo aquello que la Constitución y las leyes no nos prohíben y, los segundos, solo lo que estas expresamente les autoricen.

Salirse de esos límites, en el caso de los gobernados nos enfrenta las sanciones que establecen las normas penales; en el caso de los gobernantes, tipificaría una “extralimitación de funciones”, con las consecuencias igualmente previstas en la Constitución y las leyes.

Una lectura rápida de las normas garantistas revela que muchas de ellas son lo que se conocen como “ripios constitucionales”: declaraciones de objetivos y metas, que no pasan de ser simple retórica constitucionalizada, sin posibilidad de materializarse en realidades concretas. Esa lectura también evidencia que el logro de esos objetivos no depende de lo bien que estén esos propósitos, sino de que quienes están supuestos a convertirlos en realidad, efectivamente tengan la capacidad y la decisión para materializarlos.

En otras palabras y para mayor claridad: los loables fines y metas que debe cumplir el Estado no dependen de lo que digan sus constituciones, sino de quienes gobiernan. Un buen gobierno contribuirá a que los propósitos sean realidades o, por lo menos, intentará acercarnos a esos objetivos; en cambio los malos gobiernos nos alejarán de esa posibilidad.

Se ha repetido hasta la saturación que las constituciones no construyen carreteras, puentes ni escuelas. Y también es una realidad que ellas, por virtud de sus enunciados, no producen buenos gobernantes, ni regeneran a los malos. Las constituciones proponen reglas, siempre virtuosas; si los gobernantes las siguen habrá progreso; en el caso contrario, solo atraso, inestabilidad y angustia social.

A los gobernados nos corresponde, en el breve lapso en el que decidimos a quienes les confiamos la responsabilidad de gobernar, escoger bien, o sufrir las consecuencias que, desgraciadamente, tendremos que soportar, en nuestro caso, por cinco años. Ese plazo, demasiado largo, es una de las reformas que sí convendría hacer a nuestra Constitución. Las alternativas podrían ser: 1) reducirlo a los cuatro años, establecidos en todas las constituciones hasta la de 1946 o 2) mantenerlo en 5 años, pero intercalar un referendo obligatorio, cuando se cumplan los dos primeros años del ejercicio presidencial, para que el pueblo soberano decida si ratifica o revoca el mandato electoral.

Esa última fórmula es la que mejor podría contribuir a: 1) Ratificar el principio de que el poder radica en el pueblo y, por tanto, así como lo otorga, también debe tener la potestad de revocarlo y 2) Que, ante la posibilidad de perder el cargo, los gobernantes pongan empeño en cumplir sus obligaciones constitucionales, sus promesas electorales y no defraudar a los electores.

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