El Gobierno interino de Nepal ha comenzado a reanudar servicios esenciales este lunes, en un intento de recuperar la normalidad

- 21/09/2025 00:00
A finales de los años ochenta e inicios de los noventa, el acelerado aumento del parque vehicular, sumado a la falta histórica tanto de recursos como de voluntad política para invertir en infraestructura vial, sumió a nuestra ciudad en un agobiante problema de tráfico —que aún persiste—. Fue entonces cuando se decidió aprobar la construcción de dos corredores que, concebidos como un anillo vial en las periferias, debían aliviar la congestión.
Sin embargo, como dijo San Bernardo de Claraval, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La construcción de estas vías emblemáticas no estuvo exenta de dificultades. El Estado carecía de los recursos económicos para emprenderlas directamente, por lo que optó por el modelo de concesiones privadas con peaje. En otras palabras, se firmó un contrato —como un pacto faústico— con una empresa privada: esta asumía la financiación, construcción y operación de la vía, con el derecho a cobrar a los usuarios durante un período determinado para recuperar su inversión.
Así se materializaron las concesiones: en 1994 para el Corredor Norte y en 1999 para el Corredor Sur. Hoy, tres décadas después del primero y veintiséis años tras el segundo, ambos corredores siguen siendo piezas centrales —y polémicas— de la movilidad urbana de la capital.
No obstante, a pesar de la importancia de estas autopistas, cada día parece más lejana la promesa y el deseo de miles de panameños de tener acceso a ellas de forma gratuita. Y es que en días recientes se anunció la extensión de la concesión de ambos corredores hasta el 2058, lo que equivale a unos sesenta años después del inicio de obras, bajo la premisa de que aún están lejos de terminar de pagarse.
La comparación con otras obras concesionadas en el mundo resulta inevitable: el Tauranga Harbour Bridge, en Nueva Zelanda, cuyos peajes fueron eliminados en 2001 tras apenas trece años de operación, o la C-33 Barcelona–Granollers, en España, liberada de peaje en 2021 al cumplirse su concesión. En general, el plazo de recuperación en este tipo de proyectos suele rondar los veinte a treinta años, no más de medio siglo.
Dicho esto, tales argumentos no sorprenden: los sobrecostos, renegociaciones y atrasos que marcaron la construcción del Corredor Norte explican en gran medida la pesada deuda que aún arrastra el Estado. Una obra que, en teoría, debía completarse en pocos años terminó extendiéndose por más de dos décadas —casi siete años más que la construcción del propio Canal de Panamá (1904–1914)—, lo que evidencia la magnitud de su ineficiencia.
Al final, la historia de los corredores de Panamá es también la historia de un país atrapado en deudas inextinguibles, y en un modelo de desarrollo urbano que premia la improvisación sobre la planificación. Por ello, cada peaje pagado es un triste recordatorio del daño que la corrupción causa a la nación, un daño que se prolonga en el tiempo.
Así, los corredores —concebidos como símbolo de modernidad y progreso— se han transformado en un monumento a un Estado que sigue justificando lo injustificable y que pospone indefinidamente la posibilidad de un acceso libre y equitativo a las infraestructuras que deberían pertenecer a todos.
Y mientras el reloj corre hacia el lejano años de nuestro Señor 2058, nosotros como nación seguiremos pagando nuestra penitencia colectiva, condenados a resignarnos a una triste realidad: en Panamá las deudas, como los tranques, se mantendrán per saecula saeculorum, amén.