• 02/11/2011 01:00

La persona endiosada

ESPECIALISTA DE LA CONDUCTA HUMANA.. E s que saben que con su personalidad endiosada no pasan desapercibidos. Si supieran que no hay na...

ESPECIALISTA DE LA CONDUCTA HUMANA.

E s que saben que con su personalidad endiosada no pasan desapercibidos. Si supieran que no hay nada más fastidioso y absurdo, en otras palabras ‘chocante’ que escucharles vanagloriarse constantemente de sus logros y posibilidades. Son todo un espectáculo. Se les ve caminar con un tumba’ito que no hay quién se los quite. Y, los que se hacen acompañar por escoltas o guardaespaldas, ¡ay, mi Dios!, quítate, porque te tumban. Sus miradas son a lo vaquero con una ceja levantada tratando de confundirte; y, sus labios estilo mueca, dibujando una sonrisa a lo sarcástica.

Este tipo de personalidad te la encuentras en todo tipo de persona, desde profesionales hasta en todo aquel con un puestecito de jerarquía. Te los encuentras en casa, en tu trabajo, en tus amistades, en el servicio al cliente, en la calle; en lo que dicen, en lo que hacen, en lo que escriben, en lo que comentan. No evitan hacer preguntas y comentarios queriendo encontrar problemas y dificultades donde no los hay. Pretenden sobresalir en la reunión de trabajo. Creen tener el mundo a sus pies. No hay un Dios verdadero para ellos. Lo anterior no es más que una muestra de una autoestima lastimada y adolorida por años. Así crecieron y así mueren.

En cambio, una personalidad sencilla a veces puede pasar inicialmente desapercibida, pero su fortaleza interior y su encanto son mucho más profundos y perdurables. La personalidad sencilla es única, recia, sin adornos ni artificios, no le hace falta mostrar y poner en un escaparate sus posesiones y cualidades, porque son evidentes y naturales. La sencillez nos enseña a saber quiénes somos y lo qué podemos.

Durante una conversación escuché a una persona que decía: ‘Detesto a las personas falsificadas y adulteradas’. Lo había dicho una persona inmensamente rica, con grandes dotes intelectuales, con una posición social privilegiada y con una familia notable durante muchas generaciones. Esa persona era probablemente la que más derecho habría tenido a mostrar la sofisticación de ropa de diseñador, varios automóviles exóticos, una conversación plagada de términos rimbombantes derivada de su profunda cultura, una altivez propia de la dignidad de una familia importante. Y, sin embargo decía: ‘Detesto a las personas falsificadas y adulteradas’. Y las detestaba, porque precisamente en su medio social veía lo peor de la miseria humana: altivez injustificada, grosería constante ante la servidumbre, orgullo de una cultura superficial.

La cultura de hoy a veces quiere hacernos creer que valemos por nuestra ropa, por nuestros autos, por estar a la moda, porque somos poderosos, porque podemos humillar. Pero precisamente toda esa cultura es la llave al gran vacío interior que comienza a caracterizar a nuestra sociedad.

Es fácil caer en la tentación de ‘lucir’ en cualquier circunstancia: al entrar a un restaurante, al asistir a una fiesta importante. A veces podemos pasar muchísimo tiempo tratando de encontrar la ropa, accesorios adecuados, y podemos caer en la afectación en nuestra postura y tratar de cuidar cada palabra. Esto también con frecuencia puede quitarnos totalmente la espontaneidad y la frescura haciéndonos francamente insoportables y logramos exactamente el efecto contrario de lo que queríamos, en lugar de agradar, desagradamos.

La persona humana está dotada de inteligencia, cualidades y habilidades. Pero, ¿para qué convertir nuestra vida en una eterna competencia? ¿De qué sirve estarme comparando constantemente con los demás? El progreso interno, donde nosotros crecemos es en verdad lo importante.

No debemos centrar nuestra vida en querer impresionar a los demás por estar ‘a la última’ en electrónica, moda, autos, muebles; y peor aún es cuando nuestras posibilidades nos permiten llegar al punto de la ostentación. La postura del menosprecio es un efecto directo de estas ostentaciones.

Por otra parte, con frecuencia se desvirtúa la imagen de las personas sencillas, haciéndolos sinónimo de timidez e ingenuidad —en el mejor de los casos—, aunque en otras ocasiones se relaciona la idea a la pobreza y la suciedad. Ni lo uno, ni lo otro. La sencillez no es pobreza ni mendicidad, es tener lo que se necesita, pero sin caprichos superficiales. La sencillez no es suciedad, la pulcritud no está reñida con la humildad del corazón.

Los modales distan mucho de ser artificiosos y estudiados especialmente para cada situación concreta, desde la forma de saludar, utilizar los cubiertos, leer la carta, ordenar un platillo o una bebida especial. La sencillez es cortesía, la altivez, grosería.

Adquirir, poseer y utilizar aquellos bienes que son necesarios, evitando el lujo inútil o el capricho. Es bueno comprar cosas de buena calidad que duren y que nos presten el servicio que se desea durante más tiempo y con más eficiencia, pero no por la presunción y la manifestación de una desahogada posición económica.

La persona sencilla, no tiene miedo a prestar un servicio, porque no existen actividades de ‘segunda categoría’, todo es importante y necesario. La persona sencilla no se exalta ni menosprecia, aprecia a las personas por lo que son, lo cual permite un diálogo amable y una amistad sincera. Todos sus bienes y posesiones están a disposición de los demás.

El valor de la sencillez nos ayuda a superar el deseo desmedido por sobresalir, sentirnos distinguidos y admirados sólo por la apariencia externa. Nuestro interior, nuestro corazón es lo que verdaderamente cuenta. Una persona sencilla gana más corazones. Inténtalo y verás...

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