La Asamblea Nacional ha dado un paso que, de concretarse con seriedad, podría marcar un antes y un después en la lucha contra la corrupción enquistada en la administración pública. El anteproyecto de Ley No. 11, conocido como ley ‘antibotellas’, no es simplemente una iniciativa legislativa más: es un reto directo a la cultura de impunidad que por décadas ha permitido el despilfarro de recursos públicos en planillas infladas, favores políticos y salarios inmerecidos. Las sanciones propuestas son claras. Dos a cuatro años de prisión para quien cobre sin trabajar. Hasta ocho años si el fraude supera los cincuenta mil dólares. Cuatro a seis años para quien nombre a una “botella”. Y hasta diez años para el funcionario que además pretenda lucrar personalmente con ese salario. Sobre el papel, la ley promete ser una herramienta capaz de disuadir la práctica de las botellas. Sin embargo, la verdadera pregunta es si este proyecto se traducirá en una aplicación efectiva o si será otra norma simbólica que adorne los archivos del Estado sin mayor consecuencia. Porque la corrupción en Panamá no sobrevive por falta de leyes: sobrevive por la falta de voluntad para aplicarlas, por la complicidad institucional y por la indiferencia de quienes deberían fiscalizar. La ciudadanía está cansada de ser testigo de cómo los recursos destinados a salud, educación y seguridad son desviados hacia redes clientelistas que enriquecen a unos pocos y condenan a muchos. La aprobación del prohijamiento es solo el inicio. Lo que viene es más difícil: blindar el proyecto contra diluciones, trampas legales y negociaciones que suavicen su espíritu. Si la Asamblea pretende recuperar un mínimo de credibilidad, deberá demostrar que está dispuesta a sancionar a los suyos, incluso a costa de incomodidades políticas.

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