Ciudad de Panamá y sus alrededores viven en un continúo tranque. Y es que la capital vive atrapada en una congestión que ya no sorprende a nadie: se ha vuelto parte del funcionamiento diario del país. El tráfico dejó de ser un problema puntual para convertirse en evidencia directa de una ciudad mal planificada y de políticas viales insuficientes. El desorden urbano se profundiza con cada obra mal distribuida. Proyectos que se ejecutan sin coordinación, cierres de calles sin alternativas reales y decisiones improvisadas que solo desplazan el problema de un punto a otro. Nada funciona como parte de un sistema; todo opera como piezas aisladas que, juntas, aumentan el colapso. Y cuando llueve, el caos se multiplica. Las vías se inundan, el tráfico se detiene y la poca capacidad de respuesta queda expuesta. Un aguacero basta para que la ciudad colapse por completo. Esto demuestra que Panamá no solo carece de planificación vial: también carece de resiliencia urbana básica. La falta de políticas sostenidas agrava el panorama. No existe una estrategia clara de movilidad, no hay una visión metropolitana unificada y los proyectos se anuncian sin seguimiento coherente. La capital se vuelve menos habitable con cada jornada perdida dentro de un automóvil inmóvil. Las pérdidas económicas continúan creciendo. Empresas que pierden horas productivas, trabajadores atrapados en tranques eternos y una ciudad entera moviéndose más lento de lo que su economía demanda. Pero el impacto también es social: tiempo perdido, desgaste emocional y una ciudadanía que siente que su ciudad le falla todos los días. Panamá necesita decisiones firmes y una planificación de verdad. No más parches. No más improvisación. Si no se actúa con urgencia y seriedad, cada noche y madrugada serán igual: Panamá con tranques, con caos cuando llueve y con la sensación de que moverse en su propia capital se ha vuelto una tarea imposible.

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