Al inicio de la República los ministros eran llamados secretarios porque actuaban como asistentes del Presidente en las distintas dependencias. No eran más de cinco y trabajaban con muy poco personal. Décadas después dejaron de ser humildes secretarios y pasaron a llamarse ministros, aumentándose con este cambio no solo el ego sino también que se aumentó exponencialmente el personal a su mando. En algunos casos los ministros tenían tales ínfulas que hasta se atrevían a actuar con criterios autónomos a los del Presidente de turno, incluso uno de ellos llegó a derrocarlo. Los ministros se convirtieron en propietarios de parcelas burocráticas producto del reparto de los llamados espacios políticos y así la administración pública fue llenándose de funcionarios poco preparados para el cargo. Hoy solo se les pide como únicos requisitos para el puesto, su militancia política y el servilismo. Ahora hay más de una decena de ministerios y cerca de una veintena de entidades autónomas y semiautónomas, donde han proliferado miles y miles de funcionarios que son una rémora para las arcas del Estado y que cuyas funciones son a todas luces innecesarias. En esta época en donde curiosamente los ministros y funcionarios de alto nivel se han convertido en unos grandes desconocidos para la comunidad y que incluso ni siquiera se conoce ni les interesa sus nombres, se debe aprovechar para realizar una reforma integral del servicio público con una carrera administrativa eficaz, una ley general de sueldos y un estudio sobre las necesidades reales del recurso humano. Que nuevamente los ministros sean secretarios, para ver si la humildad retorna el servicio público y que los funcionarios reconozcan que se deben a la comunidad.

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