Héctor Brands asiste a una audiencia de solicitudes múltiples en la que un juez de garantía debe analizar los cargos presentados por la Fiscalía Segunda...
En la lucha contra la corrupción, pocas herramientas son tan claras como el delito de enriquecimiento injustificado. No hace falta ser experto en finanzas ni abogado para entenderlo: basta con mirar lo que una persona gana y compararlo con lo que, de pronto, llega a tener. Los números, al final, hablan solos. Y cuando una vida de lujos se sostiene sobre un salario público, la pregunta aparece inevitablemente: ¿de dónde salió el dinero? En Panamá, esta historia se repite más de lo que debería. Funcionarios que comienzan con un patrimonio modesto y, en cuestión de años, muestran un nivel de vida que no coincide con sus ingresos oficiales. Casas nuevas, carros de alta gama, gastos en el extranjero... un catálogo de privilegios que difícilmente proviene de un cheque estatal. Y, aun así, muchas veces nadie exige la explicación. Ahí es donde el enriquecimiento injustificado cobra sentido. No se trata de estigmatizar al servidor público, sino pedirle cuentas cuando su patrimonio crece más rápido que su justificación. Si los bienes son lícitos, bastará con demostrarlo. Pero si no lo son, el país tiene derecho a saberlo. Panamá necesita aplicar esta herramienta con firmeza y sin distinciones. No es solo hacer espectáculo mediático, es una verdadera justicia. Quien administra recursos del Estado debe rendir cuentas con transparencia. Y si su fortuna crece sin explicación, debe enfrentarse a la ley.