Panamá es testigo del adiós de uno de sus hijos más ilustres tras 91 años de una vida consagrada a contar y escribir lo que éramos y somos. El adiós de Álvaro Menéndez Franco (ciudad de Panamá, 1931-2024) supone un enorme silencio. El hombre que escarbó - con rigor - nuestras raíces se lleva consigo buena parte del país. Uno sabía, al observarle y escucharle, que no le hacía falta nada, ni estruendos ni vanidad ni ego. Su brillantez en su discurso y en su pluma deslumbraba sin esfuerzo. Contó esa descendencia, esa procedencia patria. Nuestros logros. Nuestras cadenas, nuestros dolores más inevitables. Un ser cargado de memorias que resumió a la mejor de las Panamás con su gesto sabio y paternal. Supo teletransportar, a quien le oyera, a ese hito que tan sigilosamente describía. Su figura traspasó el umbral de lo estrictamente histórico porque también vio la literatura como un insumo de la verdad, nutritiva y revolucionaria. Cuando recordaba sus tiempos de juventud en Los Santos decía que “amanecía declamando”, por ello no hay duda que puso sus versos al servicio de una generación. Aunque tuvo grandes detractores ideológicos, siempre supo conquistarlos con su don de gente, de amigo. “Soy un panameño muy acendrado hacia la patria. Soy un patriota y ese es el título que más me llena de honra”, dijo Menéndez Franco en una de sus últimas entrevistas. No sólo se va uno de los grandes intelectuales que ha dado Panamá en el último siglo, sino que desaparece un padre, un ser justo que quiso ser siempre profeta en su tierra. Echaremos de menos su privilegiada memoria y su agudeza al hablar. ¡Adiós, maestro!

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