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- 13/10/2025 00:00
Panamá y el rostro desprotegido del poder: una mirada desde la vida nuda

El país no solo enfrenta una crisis en el contexto económico, social, ambiental o político en el sentido estricto. Es una crisis ontológica (real – esencial). No solo está en juego la legitimidad del contrato social, sino la posibilidad misma de ser reconocido como sujeto político en el espacio público. Esta reducción del ciudadano a su mínima expresión biopolítica —despojado de derechos, vaciado de libertades, expuesto sin mediación alguna al poder soberano— es la instauración de la “vida nuda” o vida desnuda (Agamben, 1995).
En este escenario societal se ha desplazado el uso de la ley como mecanismo de gestión, para pasar hacia el control de la vida misma. Ya no se gobierna mediante preceptos jurídicos bajo el pretexto del bien común, sino que se decide quién merece protección legal y quién puede ser abandonado a su suerte. La “vida desnuda” es la existencia humana capturada por el poder soberano, pero sin los resguardos jurídicos del ciudadano: ni sujeto de derecho ni enemigo legal, sino excluido-incluido, un homo sacer moderno que puede ser eliminado, mas no sacrificado.
En la era postinvasión estadounidense, Panamá ha evidenciado un aumento paulatino del deterioro institucional, una creciente desigualdad estructural y una fractura entre las élites y la ciudadanía. Las masivas protestas del último quinquenio —primero por el alto costo de vida (2022), luego por la concesión minera a First Quantum Minerals (2023), y finalmente por la ley sobre la seguridad social (2025)— revelan un descontento generalizado. El ciudadano panameño se siente reducido a simple fuerza de trabajo, a masa descartable, a una vida que puede ser explotada, contenida, reprimida, pero no verdaderamente escuchada.
Las movilizaciones no se basaron únicamente en la disyuntiva económica; sino lo que se requería era el reconocimiento a ser visto como parte legítima del poder soberano. El rechazo al contrato minero, por ejemplo, no fue solo ambientalista o nacionalista. Fue una forma de decir: nuestras vidas no son prescindibles, nuestros territorios no son mercancía. Sin embargo, la respuesta institucional fue sintomática. El gobierno reaccionó con decretos, represión selectiva, criminalización del disenso y un discurso que disuelve lo político en lo técnico. Cuando las élites políticas y económicas no pueden enfrentar el conflicto social en sus propios términos, lo despolitizan. Transforman a los manifestantes en obstáculos administrativos, en problemas logísticos. Es la lógica del estado de excepción: gobernar como si los derechos fuesen lujos temporales.
Agamben advierte que el estado de excepción no es una anomalía, sino el paradigma del gobierno moderno. Y Panamá ha demostrado, dolorosamente, cuán cierto es esto. Las decisiones claves sobre el rumbo económico del país —la privatización de servicios, la gestión del Canal, las concesiones extractivas— se toman fuera del debate público, en espacios vedados al ciudadano común. La Asamblea Nacional actúa como notaría, no como foro. El Ejecutivo como gerente, no como gobernante. Y entonces el pueblo queda suspendido: no como ciudadano con derechos, sino como población administrada. Se le puede desplazar, silenciar, esperar que se agote. Se le puede observar desde helicópteros, pero no desde el pliego de una ley justa. Es la vida desnuda en su versión tropical: jóvenes indígenas perseguidos por defender sus ríos; trabajadores agrícolas sin agua mientras el cobre fluye; ciudadanos comunes tratados como infractores por protestar.
Lo más inquietante del análisis de Agamben no es la denuncia del poder, sino su advertencia sobre la costumbre. Los pueblos pueden habituarse a la excepción. Pueden resignarse a vivir como cuerpos gestionados, como cifras, como externalidades del modelo económico. Y ese es el peligro que atraviesa hoy a Panamá. Porque si las respuestas del Estado siguen confinadas a lo económico —bonos, subsidios, acuerdos con el BID— sin restaurar el vínculo político, entonces el país corre el riesgo de convertirse en una sociedad puramente administrativa, donde el ciudadano ya no vota, sino que reacciona; ya no participa, sino que sobrevive. Lo contrario a la vida desnuda no es la prosperidad, sino la ciudadanía activa. No basta con mejorar el salario mínimo o frenar un contrato impopular: hay que reconstruir lo político. Repolitizar la vida.
Las elites políticas y económicas deben decidir si quieren seguir gestionando cuerpos o reconocer sujetos; si quiere perpetuar un orden que administra sin escuchar, o construir uno que escuche antes de administrar. Porque, como bien advierte Agamben, cuando todo el mundo es gobernado como si viviera en estado de excepción, la democracia se vuelve una palabra vacía, y el ser humano, un dato más en una planilla. Y Panamá no merece eso. Ningún pueblo lo merece.