• 02/03/2011 01:00

Deberes con la sociedad y nuestros padres

Los autores de nuestros días, los que recogieron y enjugaron nuestras primeras lágrimas, los que sobrellevaron las miserias e incomodida...

Los autores de nuestros días, los que recogieron y enjugaron nuestras primeras lágrimas, los que sobrellevaron las miserias e incomodidades de nuestra infancia, los que consagraron todos sus desvelos a la difícil tarea de nuestra educación y a labrar nuestra felicidad, son para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen sobre la Tierra. Los cuidados tutelares de un padre o una madre son de un orden tan elevado y tan sublime, son tan cordiales, tan desinteresados, que en nada se asemejan a los demás actos de amor y benevolencia que nos ofrece el corazón del hombre.

Cuando pensamos en el amor de una madre, en vano buscamos las palabras con que pudiera pintarse dignamente este afecto incomprensible, de extensión infinita, de intensidad inexplicable, de inspiración divina; y tenemos que remontarnos en alas del más puro entusiasmo hasta encontrar a María al pie de la Cruz, ofreciendo en medio de aquella sangrienta escena el cuadro más perfecto y más patético del amor materno. Sí, allí está representando este sentimiento como él es; y allí está consagrado el primero de los títulos que hacen de la mujer un objeto tan digno y le dan tanto derecho a la consideración del hombre.

Debemos, pues, gozarnos en el cumplimiento de los deberes que nos han impuesto para con nuestros padres la misma naturaleza. Amarlos, honrarlos, respetarlos y obedecerlos, he aquí estos grandes y sagrados deberes, cuyo sentimiento se desarrolla en nosotros desde el momento en que podamos darnos cuenta de nuestras percepciones, y aún antes de haber llegado a la edad en que recibimos las inspiraciones de la reflexión y la conciencia.

En todas las ocasiones debe sernos altamente satisfactorio, testificable, nuestro amor con las demostraciones más cordiales y expresivas; pero cuando se encuentran combatidos por la desgracia, cuando el peso de la vejez los abruma y los reduce a ese estado de importancia en que tanto necesitan de nuestra solicitud y nuestros auxilios, recordemos cuánto les debemos, consideremos qué no harían ellos por aliviarnos a nosotros y con cuánta bondad sobrellevarían nuestras miserias. Este acendrado amor debe naturalmente conducirnos a cubrirlos siempre de honra... contribuyendo por cuantos medios estén a nuestro alcance a su estimación social, porque la Gloria del Hijo es el honor al Padre.

*RELACIONISTA PÚBLICO.

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