• 18/05/2011 02:00

... y vivieron felices

El éxito mediático de la boda de dos jóvenes ingleses William y Kate, muestra la paradójica perspectiva de que además de tratarse de uno...

El éxito mediático de la boda de dos jóvenes ingleses William y Kate, muestra la paradójica perspectiva de que además de tratarse de uno de los herederos al trono de Inglaterra, pone de manifiesto ese deseo escondido de las damas o de virginales espíritus de alcanzar un príncipe y de los imberbes, que suponen que les corresponde una rubicunda princesita.

Pero, independientemente de lo que dicte el instinto con relación a esta prolongada moda, hay desde siempre un plebeyo deseo de mirarse en el espejo de la aristocracia y entrar en ese mundo de palacios, cortes, prosapia de sangre real o azulada y configurarse un destino de cuento de hadas, si calza el zapatito como el caso de Cenicienta o también, aunque sea verde y ordinario, tipo Shrek.

En ocasiones hay detrás de toda esta inclinación el deseo insano del abuso hacia aquellos a quienes admiramos—desdeñamos con un sentimiento que tiene sus precedentes históricos. Si no, recordemos el caso de las hijas del Cid Campeador, ofendidas por los infantes de Carrión y relatado en el texto anónimo del siglo XIII, antiguo ejemplo de violencia contra la mujer.

En la Edad Media, el rey Luis XVI debió pagar con su cabeza su condición de monarca de los franceses; luego en Inglaterra, Cromwell y el naciente parlamento sacaron del poder al absoluto rey Carlos I y en cada época por lo menos, una casa real se vio abolida por políticos, el pueblo o el sistema para cambiar el orden establecido y a la clase social allegada a palacio.

Así Italia perdió su aristocrática dinastía en el siglo XIX, Rusia a toda la familia del Zar como escenario de la Revolución de Octubre; un poco después fue Guillermo II en Alemania y Grecia, uno de los últimos del siglo XX, cuyo heredero se vio obligado a exiliarse y tuvo una legataria (de ese reino y de Dinamarca) que debió hacerse reina en el exterior, en España.

Al inicio de la segunda década del siglo XXI, todavía se escucha y somos testigos de estos enlaces de duques, marqueses y príncipes. Aún en la agenda está programado dentro de un par de meses, el de Alberto de Mónaco, hijo de Rainiero y Grace, cuya boda fue uno de los espectáculos de mediados del siglo XX, por la condición de actriz de cine de la desposada y que dejó sin estrella a la filmografía de Hitchcock.

En Panamá no hemos tenido príncipes ni reyes en la historia republicana; lo más parecido son soldados estadounidenses. Sí existió el afán de que le correspondiera uno a la joven damisela, que aunque no fuera de colores índigo o añil, al menos su piel reflejara un tono diferente al tropical escenario del enamoramiento. A veces, al mandar a la chica a estudiar cualquier carrera ‘allá’, el objetivo era una estancia casamentera.

Pero también hubo una especie de estímulo lingüístico al bautizar a las chicas con nombres como Gwendoline, Susan, Patsy, Nancy, Arline, Shirley, o cualquier otro inspirado en tantas películas que llegaban a esta metrópoli canalera. No importaban los apellidos llenos de tanto sabor vernáculo. De allí, las ‘Graces’ inspiradas en aquella que llegaría al trono en el pequeño principado monegasco.

¡Cuán orgulloso el pecho del padre que casaba a su hija con un soldado! Lo más parecido a un príncipe, pues de estos en el planeta no los había en suficiente cantidad para asignar uno a cada quien, no importaba de qué lugar proviniera; aunque fuera del lejano Oeste o de la modesta granja perdida en la montaña.

Hubo casos desafortunados de chicas que regresaron decepcionadas, pues, el castillo que esperaban no pasaba de una finquita gallinera u ovejera, situada lejos de cualquier centro poblado y donde la pobreza cultural y social era el ámbito natural en el ‘village’ del fornido G.I., recién casado bajo la calle de honor de los sables de sus compañeros en alguna de las iglesias locales.

También hubo jóvenes esposas que dieron marcha atrás, porque su gringuito convirtió el tálamo en un tinglado o en un bar casero, afectado por los hechos de guerra y la vida tranquila de una hacendosa esposa que se aprendió todos los pasos para servirle a voluntad.

A quienes están en las dinastías para el trono se les trata como ‘altezas reales’; servirles es el destino de quien procure entrar a una casa monárquica que no le corresponde. Esa es la constante de la relación con los soberanos, no importa su tipo o la imagen que vendan en cualquier época.

*PERIODISTA Y DOCENTE UNIVERSITARIO.

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