• 26/02/2012 01:00

Dependencia

H ubo siempre la necesidad de comunicarnos entre nosotros. Suponemos que al principio debió ser por señas y después afloraron los dialec...

H ubo siempre la necesidad de comunicarnos entre nosotros. Suponemos que al principio debió ser por señas y después afloraron los dialectos, pero también se dieron otras cuestiones como la organización social con fines rutinarios, hasta lograr la comunidad para defendernos, cazar, formar familia y otras actividades frecuentes. En nuestro devenir pasamos del rudimentario correo con mensajeros; las señas con humo u objetos con reflejos, piedras, flechas hasta las palomas mensajeras. Ha pasado mucho tiempo y las cosas no se quedaron allí. Primero empezamos con el teléfono, de lo que nos hemos convertidos en adjuntos y después llegaron las Ondas Hertzianas, aplaudidas a rabiar en su momento por todo ser humano. Esto varió notablemente el panorama a favor del espionaje, una actividad de uso imprescindible en la guerra y el amor, pero desde entonces y siempre, la delación con la traición se han entorchados por razones económicas y en algunos casos por venganza.

En esta era del consumismo despiadado oscilamos frente a la sumisión al aparato que ha cobrado erogaciones incalculables, primero para los que disponen de un holgado presupuesto en contraste con los adictos de a pie, que viven la marea de las promociones en la competencia, con ese denuedo comercial de duplicar, triplicar y cuadruplicar, mientras se lucha por pagar ese servicio de la comunicación portátil como un entretenimiento costoso, en muchos casos innecesario, pero visto como novedad, nadie se queda sin el celular. De esta manera desfilan dentro de las capas menos favorecidas de la sociedad, como obreros y domésticas, con su parlotear demente por las calles y los parques o cualquier lugar público que se permita el uso de los aparatos. Desprotegidos por la ley, que debe regular los excesos, o mediar para que se busque una fórmula piadosa para evitar el desangre económico. Por supuesto que en esta ascendencia social, hay que tolerar a los que gritan públicamente sus acuerdos en los negocios, sin importar un comino lo relativo a la comunicación privada, aunque sea en sus propios perjuicios.

Todos jugamos en algún momento a la honradez, pero apreciamos denodadamente las informaciones que logramos acumular de manera subrepticia, al extremo de que inventamos las mentiras piadosas para vender falsas esperanzas, pero sin dudas, esa revelación lograda sin consentimiento es invaluable, puesto que el valor de la información es un sinónimo de poder. De esta manera ha corrido mucha sangre para lograr tales objetivos y de esta manera llegamos a nuestros días con las añoranzas de aquella fogata que nos unió al principio para protegernos del resto de los animales, probablemente para darnos calor, para identificarnos, para darle transcurso a la Humanidad, hasta el avance histórico que nos siguió sentando alrededor de una botella de licor, no con los mismos objetivos, pero ahora estamos en una encrucijada, porque el celular nos separa completamente del resto. Nada más hay que observar lo que ocurre con varias personas sentadas alrededor de una mesa, cada una metida hasta las orejas en el aparato, mientras accionan las múltiples funciones y que, por los gestos corporales, disfruten a distancia el momento que supuestamente departen.

Estamos enviciados con el incómodo aparatito, cada vez menos amigable. Podemos acceder a Internet con respuestas parciales, porque se truncan los mensajes por su tamaño al descargar en la diminuta pantalla, pero el ‘chateo’ nos consume el tiempo y los usuarios son generalmente tan descomedidos, que hacen gala de su impertinencia al insistir en una conversación, no importa la hora que sea de día o de noche, en horas de trabajo o fines de semana. Empiezan los mensajes y el tintineo ¡PING! No hay excusa que valga en esa inesperada comunicación. La insensatez reina, porque al final se molestan.

Esta adhesión simbiótica y pública, casi nos lleva a adivinar la clase de persona que resulta la que tratamos, con solo escuchar el timbre de su celular, además de las carátulas y los estuches. Los adictos cargan día y noche el artificio, sin apagarlo, de modo que lo pueden contestar desde el baño o cualquier otro lugar por más íntimo que sea. La revisión del artilugio puede ser a cualquier hora del día, en especial si esperan por alguna diligencia. Dicen que en esta competencia hay otros aparatos que tienen mejor tecnología, pero una gran mayoría prefiere un diminuto celular, aunque sea prepago y con eso entramos en el mundo de tiempo aire y eso de ‘regálame un minuto’, con los consabidos abusos, porque se llevan el artefacto a distancia por aquello de la intimidad en la comunicación, que no han respetado al pedir prestado estos celulares, que son de uso exclusivamente privado. No podemos desconocer el abuso de las llamadas perdidas, algunas insistentes, para cuando se contestan llevarnos la sorpresa de que es para un asunto que beneficiar exclusivamente al aventurero emisor.

La comunicación oportuna es una necesidad insoslayable, precisa, razonable y estrictamente privada, pero al parecer no tenemos garantías, a pesar de lo dispuesto en el artículo 29 de la Constitución Nacional, sobre todo la correspondencia y otros documentos privados, nada más pueden ser interferidos por la autoridad competente, de acuerdo con las formalidades legales. Por tanto, son inviolables y nada más por mandato de autoridad judicial podrán ser interceptadas o grabadas y si lo hacen dichos resultados como prueba son nulos y acarrean las responsabilidades penales en que incurran los autores. Actuamos como ludópatas.

ABOGADO Y PROFESOR EN LA MATERIA.

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