• 07/12/2012 01:00

Madres panameñas ante la adversidad

E ran cinco y juntas como los dedos de una mano, ocuparon los asientos posteriores del avión de Iberia que las transportaría a España en...

E ran cinco y juntas como los dedos de una mano, ocuparon los asientos posteriores del avión de Iberia que las transportaría a España en los primeros años de la década de los noventa. Se notaba que era la primera vez que volaban, pues sus voces bullangueras callaron de repente con el despegue y algo temerosas comenzaron a persignarse mientras musitaban oraciones con el ceño fruncido.

En el aeropuerto de Barajas, en Madrid, hicieron la fila una detrás de otra con sus carteras en la mano. A pesar del intenso frío otoñal de los últimos días de noviembre, calzaban sandalias y no llevaban abrigo. El policía de migración les preguntó los motivos de su viaje. Todas respondieron que eran turistas. —¿En qué hotel se quedarán? —No lo sabemos, porque un señor que nos espera afuera se encargará— ¿Cuánto dinero traen? —Apenas unos dólares, porque ese señor nos cubrirá los gastos— Traen tarjeta de crédito?—. Por la respuesta negativa era fácil deducir que nunca habían utilizado una. Cuando se les requirió que mostrasen sus boletos de viaje, el regreso de las cinco estaba fechado para dos días más tarde. Las llevaron a una pequeña oficina y al registrarlas, a cada una le incautaron la cantidad de 750 gramos de cocaína. Quien las esperaba, desapareció raudamente al no verlas aparecer.

Unos días después, me llamaron de Panamá de parte del Sr. Frank Santomenno, —rostro duro y corazón blando— para decirme que la hija veinteañera de una empleada de su empresa había sido detenida en Madrid junto con otras cuatro mujeres. Me avisaron que remitirían diez mil balboas para ayudarla en su defensa. Visité a un abogado litigante, hijo de un profesor mío en Salamanca y al contarle el problema y la escasa cantidad que había recibido para la defensa de una de las implicadas, con esa hidalguía tan española, me dijo que con ese dinero él las defendería a todas. Desde ese momento las cinco detenidas contaron con un defensor común y una madrina, mi esposa Adela que una vez al mes les llevaba ropa, revistas y artículos de aseo, excepto perfumes o colonias, pues éstos contenían alcohol entre sus olorosos componentes.

En el juicio, aunque el fiscal pidió una condena de ocho años, el juez las sancionó con cinco en una cárcel de mujeres. Mi esposa las iba a ver con alguna frecuencia y me contaba que una se había convertido en profesora de salsa que con sus estruendosos decibelios estremecían los pasillos carcelarios. Otra, muy alta, ejercía como entrenadora del equipo de baloncesto de la prisión, quinteto que por cierto obtuvo el título de campeón en las competencias entre las prisiones femeninas. La que era descendiente de afroantillanos, enseñaba inglés no solamente a las reclusas sino a las celadoras y guardianas. La más entradita en carnes era la repostera del centro penitenciario, arte en el cual tuvo enorme éxito, pues allí no se conocían ni los pasteles de queso ni los de nueces pecanas. Como un acto excepcional, el director de la prisión accedió a enviarle algunas botellas de ron para que hiciese la sopa borracha que sería servida como gran novedad en el matrimonio de su hija. La más elegante daba clases de peluquería y de maquillaje.

La dedicación laboral y la conducta de las cinco reclusas, que se habían transformado en líderes, fue impecable y el momento triste de este cuento amargo, ocurrió cuando recibieron la noticia de que habían sido liberadas luego de cumplir solamente tres años. Felicidad para ellas y desolación para las empleadas y compañeras de la prisión. Algunas funcionarias les pedían que no se fueran, que procurarían conseguirles contratos para que trabajasen en la cárcel. Como es lógico, ellas regresaron a Panamá con dinero en el bolsillo y con el firme propósito de no volver a llevar a lugar alguno de la tierra, ni gramos ni miligramos de ese polvo blanco por cuyo transporte les habían entregado, aparte del boleto, la ridícula suma de setecientos cincuenta balboas.

Expreso mi admiración por esas madres que eran el único sostén de la casa, pues ninguna de las cinco tenía esposo o compañero y que, con tal de conseguir un dinero para ayudar a sus hijos, se dejaron llevar por una tentación que les trajo como terrible consecuencia la pérdida de su libertad durante varios años. Sin embargo, nunca flaquearon, jamás perdieron su buen humor, no se quejaron de nada y se convirtieron en personas útiles para las demás compañeras. No serán el sexo fuerte, pero sí el más noble y valeroso.

EXPRESIDENTE DE LA REPÚBLICA.

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