• 21/12/2012 01:00

Cuentos, leyendas y relatos de Chiriquí

S iempre he sostenido que la cultura es el único bien que se multiplica dividiéndose; que entre más cultura se reparte, más ricos somos ...

S iempre he sostenido que la cultura es el único bien que se multiplica dividiéndose; que entre más cultura se reparte, más ricos somos todos. Como soy fanático de las tradiciones orales de los chiricanos y de todos los pueblos de este mundo, quiero comentarles, preliminarmente, sobre un libro que se acaba de publicar bajo el título de Cuentos, leyendas y relatos de Chiriquí, cuyo autor es el chiricano Hidris Herman Stapf, que contiene un cúmulo de apasionantes historias —reales o fantásticas— que narran la vida cotidiana de aquellos antepasados nuestros, hombres y mujeres, que desde hace muchos siglos decidieron establecerse en esta hermosa e inhóspita región donde la gente a diario no sólo tenía que confrontar toda clase de peligros o adversidades reales, sino también la hostilidad de un sinnúmero de seres o entelequias que, según las creencias populares, habitan o pertenecen a un mundo etéreo o sobrenatural

Este libro nos brinda la oportunidad de recrear o de imaginar cómo era la vida de los chiricanos antes del ferrocarril, de las carreteras, de los puentes y de la luz eléctrica. Cómo poblaciones que ahora pareciesen estar muy cerca, como Bugaba y David, antes estaban separadas o conectadas por caminos selváticos, ríos correntosos y bichos y fantasmas de toda clase. Y también por hombres, mujeres y estampas pletóricos de excentricidad, belleza y folclorismo. Como la historia del gringo John Herchet, que los campesinos bautizaron como ‘Ño Arrechea’, que tenía una recua o convoy de siete caballos con los que recorría, en su condición de comerciante, los tortuosos caminos de los pueblos que estaban entre David, aquí en Chiriquí, hasta Río Claro y Buenos Aires, en Costa Rica. Como el gringo Herchet era mecánico, sabio e inventor, a cada caballo le hizo un parapeto especial; el que cargaba gallinas, tenía una jaula de tres pisos; el que cargaba puercos, de dos pisos; el que lo cargaba a él, tenía una casita donde, además de protegerse del sol y de la lluvia, Herchet podía ir sentado en una mecedora o acostado para descansar un poco mientras realizaba su agotador trabajo de comerciante.

Estas estampas son realmente hermosas. Aunque no es parte del libro, esto me recuerda las estampas de otro comerciante de huevos que la gente bautizó como ‘Felipe Huevo’. Don ‘Felipe Huevo’ tenía un convoy de dos caballos hueveros con los que recorría los pueblos de Alanje; en vez de zurrones, éste llevaba dos enormes cocos o tulos donde se iban depositando cuidadosamente los huevos comprados; los caballos de Felipe siempre andaban desacelerados, como en procesión, porque había que cuidar la valiosa carga. Por eso Felipe nunca iba a comprar huevos adonde había perro bravo; los perros bravos siempre fueron los enemigos potenciales de este extraño negocio de comprar huevos para vender huevos. Se cuenta que más de una vez, por culpa de estos perros bravos, don Felipe estuvo al borde de la quiebra porque al final de largas jornadas de trabajo todos los huevos recolectados quedaban convertidos, dentro de los cocos, en inmensas tortas que terminaban disfrutando estos perros de maula.

Volviendo al libro que estoy reseñando, me ha impresionado el relato ‘El paso y la maldición del río Chico’. Cuando existía un antiguo camino que comunicaba a las poblaciones de David y Bugaba, es decir, a oriente con occidente, era obligatorio cruzar por un paso del río Chico donde existían unos hombres que llamaban los pasadores. En su debida proporción, estos hombres eran como los actuales prácticos del canal de Panamá. El que llegaba a ese lugar, si quería vivir, tenía que cederle el mando a esos pasadores o prácticos. ¡Y ay de aquel que por arrogancia o ignorancia intentara cruzar este paso sin la orientación o colaboración de estos baquianos pasadores! Este río, uno de los correntosos del mundo, arrastraba sin piedad a hombres, animales, carretas y cargas; ni los curas, que siempre andan con sus arrebatos de llegar puntuales a las misas, se salvaron de la furia de este río. Y por culpa de uno de estos curas, amargado y arrastrado por el río, fue que surgió la maldición que, según la leyenda, terminó secando los siete bracitos del río Piedra.

El calvario de la gente no terminaba al cruzar el río; los carreteros, por ejemplo, demoraban dos o más días para llegar de David a Bugaba o viceversa. El mal estado del camino dañaba o destruía los engranajes de las carretas. Y para hacer la cosa más difícil, estaban los fantasmas (el chivo blanco con ojos de candela, el cadejo, la tulivieja y otros espantos más como la carreta fantasma que era jalada por un negro gigante, de tres metros de altura, que tenía los ojos rojos como brasas de madera de nance) que asustaban a los carreteros y no carreteros en el paso del río Chirigagua. Está interesante, ¿verdad? Por hoy se acabó el espacio, pero no se lo llevó el viento, porque seguiré comentando este extraordinario libro escrito por nuestro comprovinciano Hidris Herman Stapf sobre las tradiciones orales de la provincia de Chiriquí.

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