José Jerí Oré, prometió en su primer discurso en el cargo empezar a construir las bases de la reconciliación del país, que atraviesa “una crisis constante...

En el artículo publicado por La Estrella de Panamá el 3 de octubre pasado, titulado “Presupuesto 2026: Economistas y Financistas advierten [...]”, compartí algunos puntos de vista sobre el tema. Como economista político y abogado internacionalista, y también como excanciller de la República, me animo ahora a escribir estas líneas para ampliar ese análisis desde la óptica de la economía política, porque lo que está en juego no son solo cifras presupuestarias, sino la sostenibilidad de nuestro país.
Es justo reconocer al presidente José Raúl Mulino y al ministro de Economía y Finanzas, Felipe Chapman, el esfuerzo por no proyectar aumentos desmesurados en el presupuesto y la intención de no superar el déficit del 4% establecido por ley. Pero las cifras no engañan: el presupuesto 2026, de B/.34,901 millones, crece más de cuatro mil millones respecto al 2025. Y mantener un déficit del 4% no es disciplina fiscal: es perpetuar la complacencia que ha corroído nuestras finanzas desde hace décadas.
Conviene dejar claro que la administración Mulino hereda una bomba de tiempo. El desorden se incubó desde hace décadas y se agravó durante la administración Varela y sobre todo la del presidente Cortizo, que convirtió la pandemia de COVID-19 en una verdadera “fiesta de millones”.
El resultado fue un disparo en el gasto público, endeudamiento sin control y subsidios clientelistas. Hoy, el presidente Mulino enfrenta un reto enorme. Conociendo su determinación, confío en su voluntad de atenderlo, pero lo planteado hasta ahora, no bastará para corregir el rumbo que nos encamina a un futuro muy incierto.
Se insiste, desde ciertos sectores oficiales y economistas de corte keynesiano, en argumentar que el problema fiscal proviene de la débil recaudación. Esa narrativa repite la receta de las IFIS y de tecnócratas foráneos que insisten en “enseñarnos” a cobrar más impuestos porque así lo hacen en Europa. Es un error. Los números prueban lo contrario: la recaudación tributaria ha aumentado sostenidamente desde 2005; lo que ha crecido aún más es el gasto, en especial el corriente, repleto de privilegios, subsidios y duplicidades. Mientras se alude a la evasión fiscal, la verdadera hemorragia son los miles de millones en un Estado sobredimensionado. La solución no es “ordeñar” más al contribuyente, sino contener y reducir el gasto.
Ahí destacan dos ejemplos graves. Primero, la maraña de subsidios y privilegios: jubilaciones especiales que crean castas privilegiadas, un agro subsidiado y protegido por aranceles pero incapaz de ser competitivo, y una industria abandonada. Segundo, la Caja del Seguro Social: su reforma, bien intencionada, fue no obstante, poco más que un parche. En lugar de exigir eficiencia, mejor gestión patrimonial y ajustes paramétricos, se decidió aumentar cuotas e institucionalizar un subsidio permanente del Estado para cubrir su déficit crónico. La CSS dejó de ser una caja de los asegurados para convertirse en un agujero fiscal más, con servicios cada vez peores.
Paralelo a ello, se insisten en proyectos “faraónicos” como un tren a David, o los túneles bajo el Canal o nuevas líneas de Metro, -ya en ejecución-, mientras las verdaderas arterias nacionales, la carretera Panamericana y la autopista Panamá-Colón, están saturadas y son insuficientes. Una autopista moderna, de tres carriles por sentido, cambiaría el país. Conectaría la península de Azuero, abriría ramales al Atlántico y potenciaría nodos como el aeropuerto de Río Hato, que podría convertirse en polo de carga, turismo, aviación privada y seguridad nacional bajo un modelo mixto o concesionario. Esa es la infraestructura que multiplica competitividad, no la que multiplica deuda.
La solución real comienza con una reforma del Estado. Durante la campaña se ofreció modernizar la administración pública y reducir su tamaño. Hasta ahora, se ha anunciado la eliminación del Ministerio de la Mujer, gesto simbólico frente a una planilla y una burocracia que crecen sin control. Panamá no saldrá del callejón fiscal sin un redimensionamiento serio del Estado: reducción de planillas, fusión de entidades duplicadas, digitalización masiva y una regla fiscal que vuelva a niveles de 2% de déficit.
A ello se suma nuestra inserción internacional. Panamá cuenta con una red de tratados de libre comercio de altísimo valor (EE.UU., UE, EFTA, Corea, Canadá, México, entre otros), y desaprovechados por falta de competitividad interna. En vez de exprimir esos acuerdos, se habla de acercarnos al Mercosur, bloque con economías desiguales y políticas proteccionistas inestables. Integrarnos a ese frente es, más que ambicioso, riesgoso.
Y en el plano geopolítico, debemos ser claros: Panamá no puede caer en la esfera de China. Ejemplos sobran: Sri Lanka, obligada a ceder el puerto de Hambantota; Zambia, atrapada por préstamos para infraestructura que no generaron retorno; Ecuador, que hipotecó su petróleo en contratos leoninos. Esa es la llamada “trampa de deuda” que no podemos permitir. Nuestro rumbo estratégico debe volver a estar junto a nuestro gran aliado y amigo, los Estados Unidos, diciéndole con claridad que Panamá sigue siendo su socio confiable en la región.
La disyuntiva es clara. O seguimos en la senda complaciente del gasto eterno, de nuevos impuestos, subsidios y obras faraónicas financiadas con deuda, o recuperamos la disciplina seria que trae consigo prestigio, grado de inversión y respeto internacional. Panamá puede ser un país de primera línea si ordena sus cuentas, redimensiona su Estado y apuesta por infraestructuras inteligentes y comercio bien aprovechado. Lo demás será repetir la historia: más gasto, más deuda, más frustración.